|
|||
De serranas y citadinas* Lorena Paz Paredes
Nombrar el bosque El paisaje de las serranas es un bosque de más de cien especies de árboles, arbustos, matorrales… Y las mujeres los conocen a todos por su nombre: pino y pino encino, parota y parotilla, huesillo, aguacatillo, ceiba, roble, tamarindo, guarumbo, culebro, arrayán, cacahuananche, cuero de toro, palo de oído, pellejudo… Juana, de Las Cubas, se sabe más: “Encino negro, encino amarillo, calahue, canicuil, palo colorado, cedro, chichalacuije, changudo o nanche silvestre, pochota, tres dedos o salasuchil, buje, palo prieto, varil, encinillo. Y de arbustos tenemos el espinudo o espino, el cenicillo que da unas bolitas muy sabrosas. También hay yerbas útiles: la santamarta para los granos, la árnica para los golpes, para el piquete de alacrán sirven la yerba de la víbora y la sosucua, la pororicua quita el dolor y baja la fiebre, el cordoncillo y la prodigiosa son para la diabetes, la golondrina es buena para los piquetes ponzoñosos y para los dolores y si la hierves con flor de cempazuchitl ayuda en los ataques del corazón; el tres dedos es muy medicinal para el dolor de oído y el buje para la gastritis y las manchas en la piel”. Nombrar el bosque no remite a un pensamiento abstracto. Nombrarlo es apropiárselo, es domesticarlo con la palabra, darle un orden, clasificarlo por su utilidad, por su aroma… Nombrar el bosque es “hacer naturaleza”. Es el de las serranas un mundo abigarrado de animales y plantas, de aromas y sonidos. En el bosque se cazan jabalíes, venados cola blanca, conejos y en la temporada de lluvias los niños atrapan peces y camarones en los arroyos. Lo habitan igualmente la ardilla de árbol, el armadillo, la comadreja, el murciélago, el coyote, la zorra gris, el tejón el cuinique, la culebra lagartijera, el tlacuache y su par el mapache. Y es albergue de aves: el jilguero dominico, el gorrión arlequín, la golondrina verdemar, el chipe coronado, el cuitlacoche pico curvo, la calandria, el ticuíz, el tapacaminos, el correcaminos, la huilaca, la huilota y el zopilote. Resguardo de enamorados, perseguidos, narcos y guerrilleros, el bosque oculta también diablos, brujas y chaneques que son como niños pelones y te enferman si los ves. Nosotras y ellos Las serranas son proveedoras de remedios, fuente de saberes y educadoras de los niños. Funciones asociadas con el cuidado de la salud y con el bienestar familiar que tienen que ver con los roles de género y denotan un modo específico de relacionarse con la naturaleza diferente al de los varones. Sigue hablando Juana: “Los hombres trozan, rajan y acarrean la madera para leña, pero nosotras les decimos cual nos gusta: el encino seco. El changudo que crece derechito es bueno para postes y el varil para tablas. Ellos los cortan con la motosierra. Nosotras no. Pero juntos, hombres y mujeres recogemos el buje que se da en la orilla del rio y es medicinal. Nosotras sabemos más los remedios que los hombres, porque ellos se fijan en las plantas de otro modo que una”. Pero en la sierra hay huracanes, inundaciones, incendios… de modo que permanecer en el territorio serrano no es sólo habitarlo, trabajarlo y nombrarlo; es también ganarle batallas a las fuerzas naturales. Domesticar a la naturaleza es impedir que se extienda el fuego, que se desborde el río, que se inunde el poblado. Controlar a la bestia… Los siniestros sirven también para contrastar la percepción de la naturaleza propia de los serranos con la que tienen los ajenos. Inclemencias Viajar por la sierra en septiembre u octubre cuando la lluvia no para es una experiencia que no le deseo a nadie. El ruido ensordecedor del agua, de los rayos, de los árboles cayendo… El camino borrado por avenidas de lodo que arrastran troncos y piedras… A cada vuelta los precipicios desdibujados por la niebla y la lluvia que golpea la cara. Todo mientras sube una dando tumbos y patinando en el lodo. Mi amiga venía en una camioneta atiborrada de gente y cajas; yo había montado en la cuatrimoto que manejaba Felipe y en la que iban mochilas, papeles, plantas, bultos diversos y un costal de maíz. Aferrada al asiento y siempre a punto de caerme por los quiebres para evadir baches, troncos y los deslaves que estrechaban el camino, viajaba sin repelar y atenida a la habilidad del conductor. Apenas partimos, empezó a llover. Era una lluvia leve acrecentada por el movimiento de la cuatrimoto. Pero luego arreció y en segundos rugía la tormenta. Atrás venía la camioneta zigzagueando para evadir los obstáculos en el camino. Avanzábamos con mucha dificultad patinando en los torrentes de lodo. En una vuelta nos topamos con un camión atascado. Ahí nos detuvimos, no había modo de seguir, el camino estaba bloqueado. Con la cuatrimoto avanzamos unos metros más hasta un vado imposible de cruzar por la crecida. Tampoco se podía regresar, pues los riachuelos que habíamos pasado antes ya eran ríos turbulentos. Nos quedamos varados más de cinco horas bajo la tormenta. No había dónde guardarse ni cómo protegerse del viento y de las cascadas de agua y lodo que bajaban por la ladera. Mi amiga y yo estábamos empapadas y amoratadas de frío. Anochecía y los rayos eran latigazos en el cielo. Nos abrazábamos buscando un poco de calor. La bestia, pensé, estamos impotentes frente a la bestia. La naturaleza se había vuelto odiosa, aterradora, letal. Una mujer desenrolló un plástico y otras hicieron casita. Debajo había niñas y niños. Las mujeres bromeaban y reían. De un atado sacaron un fajo de tortillas aún suaves y calientes. “Arrímense al nailón, vamos a taquear mientras amaina”, nos llamaron. Ahí estaban ellas, tan mojadas como nosotras pero risueñas, despreocupadas. Las tortillas nos supieron a gloria y por un momento nos sentimos arropadas, protegidas por su tranquilidad. En sus rostros no había miedo ni ansiedad, si acaso lamentaban que llegarían tarde a sus casas. El contraste entre el sosiego de las mujeres serranas y mi pánico ante la tormenta me hizo avergonzarme. Más tarde recordé un texto de Fernando Sabater a propósito de miedo que puede causar la naturaleza, del miedo a lo no humano. En la selva se vive el auténtico pánico, el lacerante trallazo que marca a fuego la espina dorsal, desorbita los ojos hasta la ceguera y abruma con su almohadón de plomo el pecho sin aliento… Sentimos el pánico ancestral a lo que repta en la oscuridad o a lo que gruñe o zumba de modo desacostumbrado, el pánico a lo demasiado pequeño o a lo demasiado grande, a lo muy veloz o a lo muy paciente, a lo que hiela la sangre con el rugido de su ataque, a lo que llega sin hacer ruido… *Este texto es una edición abreviada de dos apartados de la tesis doctoral de Lorena Paz Paredes
|