untual como era, llegó Fernando Chávez a la que sería su última morada. En estos airosos días de enero, acompañando por una multitud abigarrada de entre la que se destacaban las cabezas blancas de los viejos vallejistas, el vestido colorido de las mujeres binniza, el paso ligero de los pequeños comerciantes, el murmullo de los campesinos mixes y el sentido dolor de su familia, presuroso llegó en hombros de sus compañeros al panteón municipal de Matías Romero, una pequeña ciudad istmeña escenario de antiguas luchas sindicalistas y de intensas movilizaciones indígenas y magisteriales.
En agosto próximo Fernando Chávez Magos cumpliría 80 años. Nacido en el barrio bravo de Tepito, su madre fue una migrante otomí que de Hidalgo llegó a la ciudad de México huyendo de la pobreza en que aún se vive en el Valle del Mezquital. Por la situación económica de su familia sólo pudo asistir pocos años a la escuela primaria, y desde muy joven, como muchos tepiteños, se dedicó al pequeño comercio chacharero.
Gran conversador, le gustaba narrar sus correrías de juventud, y en particular de la intensa vida nocturna de la ciudad de México en los años 50 del siglo pasado. Fue asiduo por necesidad de carpas y cabaretes, pues en alguna época se dedicó a recolectar botellas, y de esas correrías contaba sabrosas anécdotas, en un tono de voz por el que pronto se ganó el mote de El Ronco.
La vida lo llevó a mercar lejos de su barrio. Como los antiguos tamemes recorrió nómada los caminos del sur, llevando su carga hasta las lejanas tierras del istmo de Tehuantepec y de la costa chiapaneca. Junto a hilos, botones y tijeras, El Ronco también llevaba escondida otra preciada carga, literatura comunista. Fernando en aquellos años fue miembro del Partido Comunista Mexicano y hasta sus últimos días fue un apasionando propagandista de las ideas de izquierda y de las luchas del pueblo mexicano.
Hacia principios de los años 60 se estableció en Matías Romero, una pequeña ciudad donde aún se respiraba la brutal represión que habían sufrido los ferrocarrileros vallejistas. Ahí se volvió locatario en el mercado y se enamoró de una joven comerciante zapoteca, con la que poco después contraería matrimonio a la pura usanza juchiteca. En su casa de calle Morelos estableció una pequeña papeleria y librería, que pronto se volvió punto de reunión para la tertulia y el comentario político. En las tórridas tardes del istmo, El Ronco se sentaba afuera de su casa y poco a poco llegaban los amigos y camaradas a compartir las noticias y temas de actualidad.
Fernando fue extremadamente generoso. Recién me entere de una anécdota que lo retrata de cuerpo entero. El dirigente ferrocarrilero Odilón Vázquez, conocido como El Alacrán, fue asesinado, dejando a cargo de su mujer Maximina una pesada carga de ocho hijos. Ella para sobrevivir puso una pequeña tienda. Ahora me entero de que El Ronco les regalaba artículos escolares para que se ayudaran. No sería exagerado decir que en su larga y generosa vida ayudó de manera desinteresada a cientos de personas.
Como propagandista incansable, difundió en su momento las luchas de la entonces combativa COCEI, y apoyó la creación de varias organizaciones, entre ellas UCIZONI, UPCI y OPIMAR. Cuando el levantamiento zapatista, de inmediato se sumó a difundir la revuelta chiapaneca, y también simpatizó con las candidaturas de Cárdenas y López Obrador, repartiendo miles de volantes, que costeaba de su bolsillo.
El Ronco vestía humilde. Su mujer Asunción su quejaba de que no se quería comprar ropa. No olvido su imagen en aquella fría mañana de Xelajú, Guatemala, cuando un grupo de mexicanos buscábamos algo caliente que tomar, todos con jorongo o chamarra, y Fernando sólo con su camisa deslavada de manga corta y sus huaraches juchitecos. Así era él: austero, solidario, humilde y dicharachero, con su inconfundible jerga chilanga, la cual nunca olvidó.
Una faceta interesante de este hombre autodidacta fue la de promotor cultural. Difundió como nadie, en pueblos y ciudades de este lado del sur de México, literatura de todo tipo, pero en buena medida socialista y libertaria. Los Quialapayún o Víctor Jara se escuchaban en rancherías y poblados gracias a las cintas y discos que él regalaba o vendía. Y con razón se enojaba cuando decía que los jóvenes ya no querían leer, que la televisión, que los tenía atarantados y los hacía majes, era el opio del pueblo.
Hace pocos años murió Asunción, la compañera de su vida y de su caminar. De por sí enfermo, ese duro golpe lo fue hundiendo poco a poco, pero aunque con menos ánimo y ya cansado, siguió hasta que sus fuerzas se lo permitieron difundiendo luchas sociales y denunciando brutalidades gubernamentales. En septiembre de 2013, cuando el gobierno desalojó el plantón magisterial del Zócalo de la ciudad de México, los maestros istmeños bloquearon en protesta la carretera Transístmica. Ahí en esa protesta y bajo una pertinaz llovizna me encontré al Ronco, viejo, cansado, enfermo y, me atrevería a decir, un tanto decepcionado, pero firme y solidario, como hasta su muerte fue.
Fernando Chávez Magos fue El Ronco del Sur, pues en el norte tuvimos otro Ronco, Ricardo Robles, un incansable luchador social, muerto hace algunos años ya en Chihuahua. Ambos se destacaron por su vozarrón, pero también por su jovialidad, buen corazón, y por el compromiso con sus ideas de justicia, paz y libertad.
Se nos fue El Ronco, pero como dijeron algunos que convertimos su entierro en un acto político, cargado de discursos y consignas, nos queda su memoria, su enseñanza y la difícil tarea de seguir su lucha, la lucha en un México donde la injusticia y el atropello son el pan de todos los días.
Extrañaremos en estas tardes de calor su presencia, sentado afuera de su casa, saludando animoso con su vozarrón a conocidos y desconocidos, siempre presuroso a compartir sus volantes y su palabra cargada de rebeldía y humanismo. Hasta siempre, Ronco Chávez. Hasta siempre, compañero.