Opinión
Ver día anteriorMiércoles 18 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El sujeto nacional como ilusión óptica
E

l pasado lunes apareció en este periódico una nota de Matilde Pérez anunciando que la producción artesanal mexicano ha sido desplazada por imitaciones chinas –juguetes, sombreros, cerámicas, guitarras– que invaden los corredores tradicionales de mercados artesanales en todo el país, y que se venden a una fracción del precio de la artesanía tradicional. El texto menciona que la mayoría de los artesanos que quedan son mujeres mayores de 45 años. Cuando un idioma sólo tiene hablantes mayores de 45 años, decimos que se está muriendo. Lo mismo sucede con cualquier saber que se transmite de padres a hijos. La artesanía mexicana, que durante siglos fue un manantial inagotable de creatividad, está agonizando.

Hay en este hecho muchas cuestiones que ameritan una reflexión colectiva y que merecen quizá alguna reacción de política pública. Parte del problema actual tiene que ver con la sobrecapacidad industrial de China, que ha inundado mercado tras mercado, creando situaciones de desindustrialización en América Latina, al tiempo que favorece que la región se transforme en exportadora de materias primas –la soja, la minería, la pesca, etcétera. La política industrial china tiene un efecto desindustrializador en América Latina y está matando la artesanía mexicana.

Pero me interesa discutir otro aspecto de la cuestión, que no tiene que ver con China en sí, sino con la globalización en general. La agonía de la artesanía mexicana es también síntoma de una transformación profunda del sujeto nacional. Hoy no sabemos ni siquiera imaginar al sujeto nacional –imaginar al mexicano– ni mucho menos sabemos cómo contar su historia. La historia nacional –todas las historias nacionales– están haciendo agua.

En el caso de México, la artesanía viene a cuento porque la Revolución Mexicana forjó una idea robusta de nacionalidad, fincada en la vitalidad de la cultura popular. ¿Por qué importó tanto la artesanía? A inicios del siglo XX, el nacionalismo era un proyecto que buscaba emancipar a México a partir de la acción redentora de la revolución, que se entendía como una segunda conquista y una segunda evangelización, orientada a desencadenar el potencial creativo del país. Ese potencial no estaba de manifiesto en la actividad industrial, porque casi no la había. En vez, se constataba en dos terrenos privilegiados por los ideólogos de la revolución: primero, en la grandeza del México precolombino, y segundo en la alucinante creatividad popular, manifiesta justamente en la artesanía, y en la explosividad colorida de la fiesta.

Hoy, esa artesanía está moribunda. ¿Significa eso que también el alma popular está por extinguirse?

En parte, la respuesta tiene que ser afirmativa. El alma popular, tal como se entendía en la generación de un Diego Rivera, está muriendo, junto con la artesanía. No quiero decir que se esté extinguiendo la creatividad de los mexicanos –habrá hoy día diseñadores muy creativos, ingenieros, inventores, científicos o artistas, tanto como antes hubo artesanos… Pero la creación industrial es producto de una división del trabajo compleja, que implica colaboraciones con colegas en lugares como Chicago, Dusseldorf, Seúl o Singapur. La creación industrial no está nunca en el control total del creador, como sí puede estar la producción artesanal. Por eso la creatividad en México hoy no es ya manifestación de un alma nacional, sino de un alma trasnacional.

El alma nacional –entendida como un producto nacido del terruño, con materiales e ideas estrictamente locales– ha muerto.

Este hecho tiene implicaciones enormes. La primera y más evidente es que hoy no sabemos bien decir ni quiénes somos, ni cuál es nuestra historia. Porque la historia de México ya no tiene la forma de un árbol, enraizado en el mundo prehispánico, e injertado con savia europea durante la conquista. Como dijeron los filósofos Gilles Deleuze y Felix Guattari, la metáfora herbórea de la identidad en la posmodernidad pasa de la imagen vertical del árbol, con sus raíces subterráneas, su tronco, ramas y frutos, a la de un rizoma –una trama horizontal de tallos interconectados.

Pongo un ejemplo de lo imposible que resulta, hoy, escribir una historia estrictamente interna o local de México. Últimamente, el estado de Michoacán ha estado en la noticia por la guerra del narco. La imagen recurrente es de una lucha entre fuerzas internas, comunitarias o familiares, y fuerzas externas, ya sean del narco o del Estado. De hecho, tanto el Estado como el narco se empeñan en mostrarse a sí mismos como fuerzas internas; los narcos queriendo ser Familia michoacana, o presentándose como guardianes de la religión – Caballeros templarios. Mientras, el gobierno pugna también por mostrarse como una fuerza endógena, liada con la sociedad local en su lucha por conquistar el corazón de las tinieblas –la frontera bárbara– o, en este caso, la Tierra Caliente, como si aquella zona fuese un extremo al que nunca hubiera tocado la ley ni la civilización.

Pero, ¿qué es en realidad Michoacán? Primero, vale reconocer que el supuesto tradicionalismo del estado –su catolicismo, por ejemplo (sólo 4 por ciento de los michoacanos son protestantes, comparado con el casi 15 por ciento a escala nacional)– ha evolucionado de la mano de su transnacionalismo: 40 por ciento de los michoacanos vive en Estados Unidos. Es decir, que el tradicionalismo michoacano es bastante relativo –como se puede constatar en detalles como el romance regional con la camioneta, la casa de dos pisos, o la gorra de beisbol.

Y la imagen de la Tierra Caliente o la Costa-Sierra como un mundo más allá del estado es igualmente ilusoria. Ahí está el pueblo de Aguililla, por ejemplo, que ocupa en la prensa una situación de ápice del más allá –de pueblo en total control del narcotráfico. Cualquiera que no conociera Aguililla se imaginaría que sus habitantes han vivido al margen de la ley desde tiempos inmemoriales.

Sin embargo, yo conocí a Aguililla en California. Estudié mi doctorado en Stanford a fines de los años 70, y en aquel tiempo, todo el personal de limpieza de la universidad venía justamente de Aguililla, y vivía en Redwood City –en la península de San Francisco. Casi la mitad de la población del municipio iba y venía de Michoacán a California constantemente. ¿Vivía en realidad toda esa gente al margen del Estado? ¿Existían más allá de la ley? ¿Les faltaban conocimientos de la vida urbana? Para nada. La conocían toda, enterita. Conocían el trabajo asalariado, pagado por hora, y las horas extras; sabían ahorrar e invertir; usar bancos, correo y teléfono... Entendían, incluso, que el tráfico de drogas dependía de tener lazos en ambos países, y que moverse entre California y Michoacán era la única forma de conseguir lo que casi todos querían: regresar a Aguililla, comprar un rancho con algunas vaquitas, poner una papelería o una miscelánea, y construirse una buena casa de material.

¿Y las artesanías? Esas se las dejaron a los chinos.