l príncipe y la doncella en tiempos del WhatsApp. Difícil imaginar hasta qué extremos puede llegar la mercadotecnia del romanticismo. Considérense primero las ventas masivas del bestseller Cincuenta sombras de Grey (Fifty shades of Grey), de la británica Erika Mitchell (E.L. James), todo un parque temático de fantasías eróticas para temperamentos románticos en busca de sensaciones fuertes. Poco después llega su versión fílmica (¿primer episodio de una saga de erotismo light para cibernautas adolescentes?), realizada por la también británica Samantha Taylor-Johnson. El fenómeno culmina luego, o en realidad despega, con su lanzamiento comercial en vísperas del Día de San Valentín para señalar que algunos grados de perversidad sexual (no demasiados, apenas la dosis justa) podrían hoy reactivar las baterías gastadas de un viejo espíritu romántico.
La reactivación de ese espíritu fatigado –de ningún modo perdido– se produce hoy a través de las redes sociales y el correo electrónico, como en aquellas comedias románticas estelarizadas por Tom Hanks y Meg Ryan (Sintonía de amor –Sleepless in Seattle, 1993– o Tienes un e-mail –You’ve got mail, 1998, ambas de Nora Ephron), aunque al parecer la nueva sintonía del corazón requiere ya de estímulos complementarios. Uno de ellos es la fantasía sadomasoquista que presentan el libro y la cinta Cincuenta grados de Grey, un delirio erótico tan artificioso, contenido y maquillado como los protagonistas de la película, y que en sustancia alude a los grados de dolor que es capaz de soportar una persona antes de alcanzar, o dar por perdida, una plenitud amorosa. Como en un cuento de hadas, o una cinta como El príncipe y la corista (Laurence Olivier, 1957), se trata aquí de pruebas que vencer o de obstáculos por superar. Hay una doncella maravillada por la apostura y gallardía de un gran personaje inaccesible, y también un terrible secreto en la vida de este último que dificulta la entrega amorosa.
Esta vieja historia romántica, concebida primero en Londres, trasladada luego a Seattle, ciudad que se avizora deslumbrante desde las alturas, aterriza en el emblemático rascacielos propiedad del multimillonario Christian Grey (Jamie Dornan, plásticamente apuesto) a donde llega la ingenua Anastasia Steele (Dakota Johnson) para vivir en trance sonámbulo su romance imposible con un príncipe azul secretamente adicto a las extravagancias sexuales. De dichas extravagancias no se espere, sin embargo, descubrir gran cosa en la pantalla. Algunas capas de miel se han colocado entre el látigo del sádico príncipe atribulado y la tersa piel de la doncella amorosamente sumisa. El cuarto rojo de torturas en el elegante condominio semeja el rincón secreto de un castillo encantado, más un sitio de sublimación sentimental que una verdadera cámara de horrores. Estamos ante Ninfomanía, de Lars von Trier, vista y reciclada por las aprensivas fantasías de una mente incapaz de imaginar en el acto sexual otra posición que la clásica del misionero.
Para someter sin violencia excesiva a la doncella, el acaudalado amo imagina, como práctico hombre de negocios, un contrato de consentimiento de ambas partes. Ante la enumeración de los excesos sexuales consentidos, la joven desecha todo aquello que la escandaliza o desconoce. La película no procede de otro modo en su calculado escamoteo de escenas fuertes que pudieran bloquear la clasificación más redituable. Los desnudos remiten así a un porno soft de los años 70, lo cual en una época de fácil acceso a material sexual gráfico por Internet es algo anacrónico y absurdo.
Para prolongar hasta dos horas su trama raquítica la película hace intervenir caprichosamente a personajes secundarios (familiares de los dos protagonistas) que sólo añaden 50 o más sombras de tedio al relato sin sorpresas. Hay más entretenimiento y menos tontería en modernos cuentos de hadas estilo Mujer bonita (Pretty woman, Garry Marshall, 1990), que en la sucesión de decorados high-tech, repertorios de corbatas y camisas de lujo, idílicos y fotogénicos sobrevuelos sobre praderas y edificios, clichés todos de la fanfarronería viril que despliega el inexpresivo Christian Grey ante los ojos de su ingenua cautiva o los de un público resignado. Todo para sugerir, en un final abierto (¿a nuevas secuelas?), que el amor verdadero siempre duele, que los traumas de infancia pueden frustrar para siempre una entrega amorosa, y que en el mundo que imaginan Hollywood y sus dóciles escritoras no hay otra perspectiva de género que la de algún irresistible Christian Grey, no por atormentado menos exitoso.
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