n paria social, visionario de la modernidad. El código enigma (The imitation game), de Morten Tyldum, insiste con solvencia narrativa, aunque sin gran originalidad, en la biografía del brillante matemático inglés Alan Turing, tardíamente reivindicado como héroe salvador de millones de vidas al haber puesto un punto final al desciframiento de los inviolables códigos secretos de la máquina alemana Enigma durante la Segunda Guerra Mundial.
Exponer con una máquina imitadora de procesos codificadores la red de operaciones bélicas nazis, permitió intervenir y romper los códigos alemanes. Con ello se propiciaron victorias significativas de los aliados en Stalingrado y Normandía, entre otros frentes, abreviando un conflicto que, de lo contrario, se habría prolongado varios años más.
Esta reinterpretación histórica de los sucesos coloca en planos paralelos el heroísmo de los combatientes y la labor de un grupo de científicos británicos decididos a impedir la victoria total del fascismo en Europa. Huelga señalar que por razones de seguridad militar, el desciframiento del código nazi debía mantenerse estrictamente secreto.
La estrategia del guionista Graham Moore, a partir del libro The imitation game, de Andrew Hodges, consiste en explorar por partida doble esa noción del secreto que marcó de manera trágica la existencia de Alan Turing. El hombre empeñado en descifrar un código de guerra y revelar, con ayuda de sus colaboradores, valiosos secretos militares, se vio paradójicamente obligado a guardar el secreto de su propia orientación erótica en un país que condenaba con la cárcel la homosexualidad. De modo irónico, se trata del mismo país al que Turing sirvió con enorme eficacia en el frente científico.
Una aventura sexual precipitaría luego la revelación del secreto celosamente guardado, así como la condena judicial, la deshonra social y la chantajista elección entre dos años de prisión o una castración química supuestamente terapéutica. Turing eligió la segunda opción para poder seguir trabajando, y harto de esa situación, se suicidó dos años después. Colmo de la ironía, la reina de Inglaterra aceptó perdonarlo
en vísperas de la Navidad de 2013, lo que cerró el largo episodio de intolerancia moral contra quien fuera, según lo deja claro la cinta, el brillante científico que obsesivamente contribuyó (más por amor a la ciencia que por celo patriótico) a frenar por completo el totalitarismo nazi.
Desprestigiado hoy el viejo prejuicio moral contra el gran paria sexual de la ciencia inglesa, su recuperación mediática incurre aquí en inexactitudes, anacronismos, situaciones forzadas y una retórica sentimental que la figura de Turing (Benedict Cumberbatch) no necesita ni merece. En un juego de imitación de los códigos hollywoodenses, el filme británico sobredimensiona la figura del matemático de Bletchley, haciendo de sus colaboradores unos eternos comparsas sumidos en el pasmo admirativo, y de su compañera de trabajo (Keira Knightley), la también resignada prometida nupcial, todo un emblema de tolerancia y sacrificio.
Desde un inicio la cinta anuncia estar basada en hechos reales, pero su interpretación de los mismos es caprichosa y atenta a un imperativo de entretenimiento. Se sabe que el desciframiento de los códigos se intentó primero en varios países europeos y que Turing sólo llevó a buen término los esfuerzos precedentes; también que de ningún modo habría podido el matemático nombrar en los años 40 el fenómeno cibernético y digital que su máquina universal
seguramente anticipaba. Pero el director Morten Tyldum no vacila en servirse de anacronismos y dividir el campo científico de Bletchley en un bando de villanos insensibles y otro de tenaces científicos abnegados.
En ese manejo rutinario de una trama por lo demás fascinante no hay espacio tampoco para presentar de modo convincente el caso de discriminación que padeció Turing por su orientación sexual. Hay, por ejemplo, un acierto y una audacia mayor en el modo en que la cinta Víctima, de Basil Dearden, presentaba a Dirk Bogard en 1961 como objeto de chantaje, que en el sentimentalismo liberal que hoy reivindica a la figura de Turing colocando un tanto en la sombra su propia vida sexual. Todo en aras, nuevamente, de su exaltación como un héroe de la ciencia.
El juego de imitación del matemático tiene como curiosa contrapartida el juego de simulación de un cineasta atento al esplendor mediático de esas grandes causas que devoran a su paso los afectos y los apetitos carnales. Todo con una visión puritana similar a la que tuvo que padecer Turing en vida. Medio siglo después las cosas apenas han cambiado en el terreno moral; eso explicaría, tal vez, el perdón póstumo de una reina y la presurosa recuperación del paria sexual por parte de un cine británico que parece haber sepultado por completo la incorrección política de un Derek Jarman.
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