l secretario de Hacienda anunció un recorte al presupuesto de egresos, apenas aprobado en diciembre pasado, y el gobernador del Banco de México añadió que era inevitable, que estábamos mal acostumbrados a gastar de más, y que la circunstancia abierta por el recorte habría de extenderse por años.
El coro de aprobación no se dejó esperar. Hasta distinguidos economistas consultores y empresariales celebraron la decisión que ha sido convertida en verdad inapelable, virtud teologal; para algunos, incluso revela el valor de nuestros mandatarios. Santo y bueno... aunque, hasta el momento de redactar esta nota, lo que resalta es la nula deliberación pública, de cara a la gente, no obstante la magnitud del tijeretazo.
No hemos asistido aún a la necesaria reflexión informada y serena, a la vez que profunda, sobre el significado inmediato del ajuste. Qué quiere decir, por ejemplo, para quienes estaban por incorporarse a los beneficios de la pensión mínima, o lo que va a implicar para los planes de modernización de Pemex y su robustecimiento para encarar la apertura del mercado energético nacional.
Tampoco se ha dicho palabra alguna sobre lo que el apretón
anunciado va a implicar para una economía que no logra recuperarse ni enfilarse por una senda de crecimiento superior a la seguida en los últimos 30 años y, mínimamente, consistente con el universo de necesidades sociales no satisfechas, el reclamo juvenil masivo de empleo digno y el todavía más ruidoso de los muchachos que quieren probar fuerza y talento en la educación superior y no encuentran lugar.
No es correcto afirmar que el recorte, que equivale a 0.7 por ciento del PIB, no va a afectar el crecimiento económico previsto por el gobierno para este año. Sí va a dañar; de hecho las proyecciones dadas a conocer en estos días dentro y fuera del país lo señalan. El empleo seguirá su ritmo descendente y el trabajo informal crecerá más, mientras que las válvulas de escape conocidas, como la emigración o la vuelta a la casa grande de los padres, se angostan o de plano se cierran.
Muchas empresas revisarán a la baja sus planes de inversión y sin duda afectarán las perspectivas de empleo nuevo, los ingresos de los existentes y los planes de otras actividades relacionadas con las directamente afectadas. La construcción, que parecía dispuesta a despertar de su largo sueño, seguirá en la modorra, en tanto que los proyectos de inversión para la industria energética nacional, para Pemex y CFE, se verán pospuestos o cancelados, debilitando todavía más a estas empresas, decisivas en un momento de cambio y riesgo mundial en los mercados y los proyectos energéticos.
El impacto de tanto arrojo hacendario quizá no nos lleve a una emergencia como la vivida en los años 80, pero no deja de alarmar que se le presente como inevitable, como opción única. Aferrarse a un solo escenario político e intelectual, que en el fondo sólo es la reiteración cansina del tristemente célebre apotegma de la señora Thatcher de que no hay alternativa
(TINA: “ there is no alternative”), significa seguir bajo el yugo de la dictadura del pensamiento único, negarse a buscar combinaciones que puedan evitar o atenuar los daños humanos y materiales, que por menores que puedan parecerles a los técnicos, afectan a una sociedad cansada y adolorida por el estancamiento largo y el aplanamiento de todo tipo de expectativas.
Las opciones debían estar a la vista, pero se opacan por el absolutismo irracional del que han hecho gala los funcionarios y sus corifeos, en especial el orondo gobernador del Banco de México, que se vistió de ángel exterminador para recetarnos 100 años más de soledad. Es urgente que, haciendo uso de las atribuciones que la ley les concede, los diputados no sólo opinen con rigor sobre lo ocurrido sino que reivindiquen su tradición clásica y recuerden que en sus orígenes, el Parlamento justificó su nacimiento y acciones en una tarea fundamental para el reino que cambiaba o la república que emergía: cuidarle las manos al soberano y legitimar la recaudación por el buen uso del gasto, su asignación a sectores estratégicos, su atención a los más débiles y vulnerables.
El recorte no es ni puede aceptarse como la única salida que tenemos frente a la caída de los precios internacionales del crudo; tampoco, el nivel de deuda ni el nivel de los impuestos y la recaudación que ofrecen permiten dar por cancelada la reforma fiscal que, sin duda, debe verse como tributaria, recaudatoria y hacendaria, como lo ha prometido Hacienda con su anuncio de revisar a fondo el gasto público. Lo que fundamentalmente debe ocuparnos es el hecho de que un país de 120 millones de habitantes y con una economía grande, la decimoquinta del mundo, caiga de rodillas cuando el precio de un solo producto se reduce. Eso sí que es una mala costumbre. Como también lo es buscar que la sociedad acepte sin más que la reforma fiscal recaudatoria y redistributiva que a México le urge se congele ante la furia irracional de los capitalistas y los rentistas.
Contrariamente a lo dicho en estos días por el coro de apoyo a la decisión del gobierno, tampoco puede aceptarse sin mayor discusión que el endeudamiento no conviene, cuando la situación financiera del Estado revela que el espacio para hacerlo es amplio y puede crecer si con la deuda se desata el crecimiento. El recorte debe dar lugar a una discusión y un análisis riguroso de nuestras necesidades y potencialidades. Debe precisarse cuánto y hasta cuándo esas necesidades seguirán sin ser atendidas y cuánto de nuestras capacidades para producir y crecer va a ser afectado por las tijeras, que no suelen ser cuidadosas ni atender a consideraciones sobre el interés general o el bien común.
De eso es de lo que los legisladores deben hablar. Reclamarle al gobierno que informe y razone, considere y reconsidere hasta llegar a un convenio que nos permita respirar y no entrar en una puja destructiva por las pizcachas del presupuesto. Entonces sí que la democracia podría reclamar el reconocimiento de todos como forma eficaz y justa de gobierno.