uego de 20 años de un proceso que ha enfrentado la resistencia de diversos sectores de la Iglesia católica, el Vaticano informó ayer que el obispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 por paramilitares, será beatificado en el curso de 2015 en San Salvador. La víspera, el papa Francisco había reconocido el martirio
del religioso centroamericano –lo que abre la puerta a su beatificación sin necesidad de tener que demostrar la realización de algún milagro–, quien en vida se caracterizó por denunciar las violaciones de derechos humanos y se pronunció contra la represión que sacudió a su país a inicios de la guerra civil (1980-1992).
La colocación del religioso en el peldaño anterior a la santidad es una reparación histórica de la complicidad vaticana con la persecución política de religiosos comprometidos con las causas sociales. En efecto, durante las últimas décadas del siglo pasado fueron asesinados en este continente, entre muchos otros, varias monjas francesas que trabajaban en Argentina y que se solidarizaron con las Madres de Plaza de Mayo; el sacerdote francés André Jarlan y varios religiosos chilenos ultimados por la dictadura, y en El Salvador, en 1989, los jesuitas Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López, todos ellos adscritos a la Universidad Centroamericana.
Mientras tanto, Juan Pablo II departía con dictadores implacables como Augusto Pinochet, y Roma perseguía y hostilizaba a los sacerdotes, obispos, arzobispos y religiosos que decidieron sumarse a los postulados de la Teología de la Liberación.
El principal instrumento de coerción vaticana en contra de los curas que ejercieron la opción preferencial por los pobres fue la Congregación para la Doctrina de la Fe, institución heredera de la Inquisición y dirigida por Joseph Ratzinger, sucesor de Karol Wojtyla.
El saludable giro adoptado ayer desde el trono de Pedro va en línea con el acento de un papado que ha intentado insuflar un espíritu renovador en la Iglesia católica y ha ensayado una recuperación, cuando menos discursiva y simbólica, de la dimensión social que había perdido en décadas recientes.
Por lo que hace a la política vaticana, el anuncio de la beatificación de Óscar Arnulfo Romero constituye un movimiento audaz, en la medida en que altera la diferencia de equilibrios entre los sectores progresistas y los conservadores de la Iglesia, y se suma a la decisión papal de llevar a los altares al mismo tiempo a Juan Pablo II y Juan XXIII, dos pontífices contrapuestos en muchos sentidos: mientras el primero mantuvo a esa institución apegada a posturas oscurantistas, regresivas y hasta medievales, el segundo procuró reconciliar al Vaticano con la modernidad, impulsó el Concilio Vaticano segundo, y mantuvo un discurso de conciliación, ecumenismo y apertura.
Es previsible que los esfuerzos de actualización emprendidos por Jorge Mario Bergoglio, con el apoyo y la simpatía de muchos católicos, encuentren una resistencia feroz en las filas de la curia romana y entre los sectores más cavernarios de la jerarquía eclesiástica. Pero cabe esperar que el pontífice pueda sobreponerse a esos obstáculos y que la Iglesia católica recupere su lugar perdido como referente moral y espiritual para millones de fieles, especialmente los más desposeídos.