lrededor de 60 millones de brasileños –poco más de la tercera parte de la población del país– sufre los efectos de la falta de agua. Crece rápidamente la posibilidad de que se multipliquen los cortes de energía eléctrica en la región sureste, donde están São Paulo y Río de Janeiro, las mayores ciudades de Brasil (considerándose la suma de las dos regiones metropolitanas se llega a la cifra de unos 30 millones de habitantes).
Es verdad que la inclemencia de los cielos tiene su parte de responsabilidad en el escenario tenso y pesimista: este es el verano más seco y caliente del último siglo. Los reservorios de agua tanto de São Paulo como de Río están agotados. Minas Gerais sigue el mismo camino. Queda lo que los especialistas llaman de reserva técnica
. También en el noreste los reservorios están en sus niveles mínimos. En el sur la situación es un poquito más confortable, pero igualmente preocupante.
En otras palabras: a menos que llueva pronto, y mucho, en dos o tres meses el racionamiento será inevitable en los tres estados más ricos de Brasil, con todas sus consecuencias para la economía.
Tratando de preparar los espíritus, el gobierno de São Paulo insinúa que el suministro de agua podrá ser suspendido durante cinco días de la semana. Habría agua en los otros dos.
Varias industrias tanto en Río como en São Paulo y Minas fueron obligadas a disminuir sus actividades para ahorrar agua. Y sigue sin llover.
Pero la responsabilidad (o su falta) de los gobiernos es tan estridente como la de los cielos mezquinos. Si del cielo no cae agua, en Brasilia llueven ejemplos de ineficacia. En ocho años fueron construidos grandes polos de energía eólica, es decir, generadores de energía impulsados por el viento. Su producción es baja, pero cuando el riesgo de cortes drásticos de luz es tan alto, podría ser un alivio significativo. ¿Y por qué podría y no es? Porque no fueron tendidas las torres y los cables de transmisión. Es decir, las hélices giran y producen una energía que se pierde.
Mientras tanto, son accionadas las plantas termoeléctricas, que además de consumir petróleo en cantidades elevadas generan más y más polución, y no dan abasto. Para empeorar, son plantas viejas, proyectadas para acciones circunstanciales, y no estructurales. Se averían a cada tanto.
No hay, por ahora, un cálculo fiable sobre las pérdidas económicas producidas por la falta de agua. Los cortes de luz en São Paulo afectaron básicamente a residencias y al comercio. Pero seguramente afectarán a la industria, si se impone un racionamiento formal.
Con las temperaturas elevadísimas de este verano, aumenta de manera brutal el consumo de luz, gracias principalmente a los aparatos de aire acondicionado en domicilios, oficinas e industrias. Y en horas pico, el sistema distribuidor no aguanta.
En semanas recientes, Brasil tuvo que recurrir, en dos ocasiones, a la energía eléctrica argentina para evitar un colapso. No se trata de comprar, sino pedir prestado, y ahora el país no tiene cómo pagar al vecino, devolviéndole la carga recibida. También Paraguay participó de esa ayuda solidaria, prestando energía.
Nuevas presas gigantescas, con sus respectivas plantas generadoras de energía, llevan años de retraso, y es imposible prever cuándo efectivamente comenzarán a funcionar. Todo eso está dentro de las responsabilidades del gobierno nacional.
En el caso específico de São Paulo, al menos desde hace 10 años especialistas claman en el desierto pidiendo medidas urgentes para evitar el caos en el almacenamiento de reservas de agua. El gobierno decía que estudios estaban avanzados en esa dirección. Nadie nunca vio ninguno. Ahora anuncia obras de emergencia, financiadas por el gobierno nacional. Dicen que en tres o cuatro meses empezarán a resolver parte del problema de almacenamiento para suministrar agua a la zona metropolitana de la capital, utilizando los volúmenes de ríos que no han sido tan afectados por la sequía.
Tanto la presidenta de la República como el gobernador de São Paulo fueron relectos hace pocos meses. Ambos sabían de la gravedad del cuadro. Ninguno de los dos lo admitió en la campaña electoral.
El nuevo ministro de Minas y Energía de la nación trató de tranquilizar a los moradores de los grandes centros afectados por el riesgo de la falta de agua: ‘‘Dios es brasileño”, repitió un viejo refrán, y hará llover
. Hasta donde se sepa, Dios no ocupa ningún ministerio en Brasilia y los responsables directos son otros.
Técnicos advierten que en marzo termina la temporada anual de lluvias en el sur y el sureste del país. La advertencia suena a broma de mal gusto. Es que para llegar al fin, la temporada de lluvias debería de haber comenzado.
No ha llovido en los pasados 60 días, más que 30 por ciento de lo previsto. En Brasil fallan hasta las previsiones meteorológicas. Pero, lo más grave, fallan los responsables por sanar una infinidad de problemas estructurales que se arrastran desde hace años.