Opinión
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Más sobre la cohesión y sus dilemas
C

ohesión social y democracia son nociones y realidades que, se supone, deberían ir siempre juntas. De esta manera, pueden contribuir a formar un binomio virtuoso, del cual resultarían comunidades buenas y habitables, donde la innovación y el desarrollo fueran de la mano con una creciente igualdad y un robusto bienestar.

Pero no ha ocurrido así y hoy, desde el subdesarrollo o la opulencia y sus periferias, tenemos que preguntarnos una vez más, como en los inicios de la modernidad, cuánta desigualdad es soportable por la democracia, y si para tener cohesión social es suficiente el bienestar material. Las sociedades se encargan siempre de enriquecer la astucia de la razón y darle materia prima a las ironías de la historia, como lo atestiguamos en Grecia y en general en el sur europeo, pero lo hicimos antes, en las orgullosas avenidas paulistas o las bulliciosas calzadas cariocas, donde las capas medias hicieron de las suyas y le pegaron gran susto a la presidenta Dilma Rousseff y sus partidarios.

Ninguna de las brechas profundas de las que emergió el reclamo y se desplegaron las advertencias referidas ha sido sellada o cubierta, como lo hubimos de aprender dolorosamente en el París herido por el terror del fundamentalismo criminal. En nuestro caso, el panorama se ha vuelto amenazante, porque hablamos de territorios enteros, liberados dicen algunos, en los que priva la ley del fuerte y la debilidad del Estado se hace evidente. No hay para donde hacerse en estas tierras baldías y los ciudadanos que ahí sobreviven se preguntan a diario si vale la pena incluso serlo y hacerlo.

París e Iguala se hermanan en este ominoso sentido, para hacernos ver la enorme dificultad que tienen las comunidades humanas para desenvolverse sin violencia y sin incurrir en situaciones de injusticia flagrante. Más ahora, cuando las promesas de fin de siglo de la euforia globalista se han trocado en realidades duras de penuria, carencia y desempleo que han llegado a sus extremos en Grecia, donde parece configurarse una nueva y prometedora cuenca de productividad democrática y genialidad cultural, de cara a la adversidad mayor impuesta no sólo por la crisis sino por la necedad dogmática y una defensa del interés particular rayana en la demencia.

La cohesión ha sido una de las principales preocupaciones del gran proyecto civilizatorio de la Unión Europea, tanto como el desarrollo con justicia social ha sido para muchos mexicanos, que ahora también reclaman democracia y gobiernos comprometidos con el evangelio republicano. En ambos casos, los déficit acosan lo alcanzado y obligan a intentar un balance que vaya más allá de la economía y nos lleve a la política y a la cultura.

Sin una política y una cultura sintonizadas con la democracia y el desarrollo no hay ni habrá cohesión social que soporte los remezones de la crisis global, ni las expresiones airadas de las mayorías que resienten la inseguridad y la desigualdad como nunca, debido, precisamente, a la mayor y afluente urbanización que nos pone a todos cara a cara. Este encuentro cotidiano con el otro, nos lleva a hablar de un nosotros que nunca se concreta y, más bien, desemboca en guetos que niegan de principio a fin el ideal modernista de una sociedad de iguales.

Sobre estas combinaciones y permutaciones se mueve el mundo de hoy y nosotros con él. Somos un caso extremo de integración económica supranacional merced al TLCAN, así como un ejemplo también extremo de desintegración productiva nacional que nos ha impedido aprovechar las ganancias de la apertura externa. Hoy, tenemos que constatar que tal desintegración trasciende la economía y se inscribe en el corazón de nuestra política y nuestra cultura, desgarrándolas para convertirlas en matraz de la división y el enfrentamiento social, entre y dentro de las comunidades más dolidas por la pobreza y la entronización del crimen organizado, que lleva a momentos delirantes el ejercicio de la ley del más fuerte, como en Guerrero, Tamaulipas y Michoacán.

La iniciativa privada organizada en sus cámaras y cúpulas vuelve a clamar contra la inseguridad y la violencia que ya afectan a la economía y alteran los planes de inversión de empresas y grupos poderosos. Seguramente tienen razón, porque el factor inseguridad está ya entre los primeros que, según los analistas y consultores privados, pone en peligro la recuperación o la sustentabilidad del crecimiento.

El señor Lorenzo Servitje, emblemático dirigente empresarial y legendario empresario él mismo, por su cuenta y riesgo, advierte sobre la debilidad presidencial en cuanto a su relación con la opinión pública y convoca a sus congéneres a apoyarlo y defenderlo. Al mismo tiempo, considera la conveniencia de que el gobierno disponga de apoyos e incentivos para la empresa, mientras que muchos de sus colegas no pierden la oportunidad de despotricar contra la reforma fiscal y convocan a una abierta contrarreforma, haciendo gala de miopía política e irracionalidad histórica flagrante.

Habría que insistir en que, como se ha demostrado aquí y en casi todos lados, la desigualdad económica y la injusticia social doblegan la seguridad pública y abaten las esperanzas de un buen gobierno. También, hemos atestiguado cómo la escisión social lleva a la discriminación racial so pretexto del choque cultural, con el resultado planetario de sociedades y naciones partidas por el sectarismo y la violencia.

El laberinto parece cerrarse y pone en riesgo mayor lo que de democracia hemos podido construir. No serán la soledad ni las acciones ejemplares las que nos sirvan de hilo de Ariadna. Sólo con la recuperación de la solidaridad, como forma de cultura cívica y cemento de la cooperación social, podremos encontrar la salida.

Sólo con más política y más cultura seremos capaces de armar un nuevo modelo, una nueva ecuación que oriente la construcción de un nuevo curso para el desarrollo y la democracia. Pero no hay atajos ni soluciones milagrosas.