l gobierno indonesio, que encabeza Joko Widodo, enfrenta una ola internacional de repudio por el fusilamiento de seis personas, un nativo de ese país y cinco extranjeros que habían sido previamente sentenciados a la pena capital por tráfico de drogas. Los gobiernos de Holanda y Brasil, países de donde procedían dos de los ejecutados, retiraron de Yakarta a sus respectivos embajadores en protesta por la medida.
Los fusilamientos indonesios causaron indignación no sólo porque constituyen un episodio más de una práctica inhumana, cruel, degradante y violatoria del primero de los derechos humanos sino porque se aplicó en contra de individuos procedentes de naciones en las cuales tal sanción no existe, y para castigar delitos no violentos.
Ciertamente, Indonesia no es el único Estado que incorpora la pena de muerte en su legislación, el único que la utiliza ni el que recurre a ella con mayor frecuencia. Estados Unidos, China y diversas naciones de África y Medio Oriente ejecutan prisioneros de manera rutinaria y habitual y han sido señalados, por ello, como violadores consuetudinarios de los derechos humanos y practicantes institucionales de una barbarie que no debería tener cabida en el siglo XXI.
Las ejecuciones de ayer, por lo demás, tocan de cerca a nuestro país, pues en las últimas dos décadas ocho mexicanos han sido privados de la vida en cárceles estadunidenses –después de procesos penales caracterizados por la discriminación y las violaciones a las garantías básicas de los acusados– y otros 59 se encuentran condenados a la pena capital en diversas prisiones del país vecino.
El hecho es relevante para México, además porque, ante la degradación de la seguridad pública y el auge de la delincuencia organizada, en tiempos recientes algunas voces han abogado por la reinstauración en la legislación nacional de una sanción que constituye, de acuerdo con los principales organismos humanitarios del país y del mundo, un asesinato legislado y una homologación moral del Estado y de la sociedad con los criminales. Ya estén motivadas por propósitos demagógicos y electoreros o guiadas por una ideología cavernaria, tales propuestas no deben tener cabida en el ánimo social ni en el quehacer legislativo, porque significarían un retroceso de décadas en el proceso civilizatorio.