i os levantáis de mañana
pisad con planta de Luna
quedito, pasito, amor
no espantéis al ruiseñor
Lope de Vega tristeza en faro blanco, luz incolora, iba de la idealización mujeril a la impotencia que lo llevaba a estar separado y al mismo tiempo reunido e inmiscuirse profundamente en la intimidad femenina, incendiándola en medio de exquisitas ausencias enloquecedoras. Fantasmas que esfumaba mágicamente al compás del giro de la pluma. Fábulas teatrales desplazada a callejones sin salida, delicias de amor convertidas en pasión no refrenable, ni por los castigos a la carne, ni la humildad de la imploración a Jesús de la calma, de erotismo que lo desbordaba.
La obra de Lope, de entrada, exceptúa el encantamiento amoroso de cualquier otro discurso: develando la fuerza alegórica del encantamiento dramático que contenían sus amores –más suaves que el vino, y al mismo tiempo tan fuertes como el hierro que corta el fruto– al escuchar, en la madrugada silenciosa, el sonido quejumbroso de la guitarra y un cante que salía de improviso rápido y triste para vibrar y alejarse, regresar y encontrar a doña Martha, la benefactora de su convento –repetición de las mil Marthas anteriores ya consagrado sacerdote– con el espolazo de la sangre, los labios entreabiertos, el sexo latiendo y revolviéndose en giros que lo doblaban. Vértigos en forma de visión, presentimientos de castas melancólicas representadas en todo el esplendor y exuberancia de la vida.
Pasión y donaire de esta mujer sentada a la orilla del río en el murmullo del agua, humedad fecundable como vago clamor en los encajes de la seda que envolvían al pecho provocador, para transmitir ondas con sabor místico en el mar erótico de las más inmensas negruras y voluptuosos amoríos, en la iglesia del convento que mantenía doña Martha y en el que enloquecida se embarazaba de la escritura de Lope, que escribía con el hierro afilado que cortaba fruta.
Esa pluma tan fina por donde asomaba al rayo potente de los ojos religiosos de Martha, que amenazaba tempestades horrendas en la locura del amor que todo lo transgrede en busca del éxtasis, en los agudos retruécanos de los adulterios e incestos, recortados fantásticamente a la luz de la Luna que penetraba las sábanas negras para blanquearlas y oscurecer el cuerpo cobrizo, e iluminar el pelo azabache, los dientes agudos de chacal, ojos con dulzura de niño recién nacido y calentura de leona que imaginó muy caliente para calmar al león, ¡calma toro! y dejar una historia más a la sombra de la influencia poeta y fatalista, alegre y trágica, cachonda y traumática del Lope fantástico y espiritual, audaz, y deslumbrador, que lo llevó a vivir y palpitar intensamente proyectado en escritura escrita con pluma de hierro cortadora de fruta enmielada, que nunca pudo dejar de saborear, a sabiendas de la factura infernal que pagaba.
Lope, el artista del lenguaje, asumió la expresión, el sentido y la hazaña de la seducción, base de los primeros descubrimientos freudianos en una prosa y verso escritos en frases rimadas, poéticas, toda ella en verso negro y tejido de salmos hechos de múltiples registros de este narciso genial, que parece no hizo otra cosa en la vida que amarse indefinidamente a través de los fantasmas deseables en los que creía ver mujeres, y luego proyectaba lo mismo en el teatro que en su prosa.
Lope fue musical porque, como don Juan, no tenía ya ni interioridad. Lo que sí consiguió fue conquistar a las mujeres, desafiar a Dios y trascender con su obra. El narcisismo de Lope, arte que aunque muera cree vivir.
“No corráis vientecillos/
con tanta prisa/
porque al son de las aguas/
duerme la niña”.