no de los subproductos más indeseables de las elecciones intermedias en Estados Unidos –que colocaron al presidente Obama contra la pared– ha sido la reaparición de la amenaza de la Asociación Transpacífica (ATP) tras por lo menos dos años de hibernación. Debe recordarse que, desde esas elecciones, el gobierno enfrenta la perspectiva de dos años de muy limitada funcionalidad y crecientes frustraciones, ante mayorías republicanas recalcitrantes, ruidosamente conservadoras y claramente obstruccionistas en las dos cámaras del Congreso. Para contrarrestarla, el gobierno demócrata se lanzó a una búsqueda exhaustiva de oportunidades de acción, sobre todo en dos vertientes: iniciativas que pudiesen ser puestas en práctica con base en las amplias facultades del Poder Ejecutivo, sin necesidad de aprobación o consentimiento legislativos, por una parte, y por otra, cuestiones que resultaría muy difícil que rechazaran los representantes y senadores republicanos –en especial los menos doctrinarios– por coincidir con causas que tradicionalmente ha defendido su partido. El mejor ejemplo de las primeras es, desde luego, la política migratoria, que ofrece un amplio terreno de acción ejecutiva, aun dentro de un marco legal roto y disfuncional. Obama se apresuró a anunciar acciones en esta materia, que serán ferozmente resistidas por los republicanos pero que corresponden claramente al mejor interés de largo plazo de la sociedad estadunidense y de sus estratos provenientes de la inmigración, ya sea legal o ilegal. Entre las segundas se encuentra la ATP, un proyecto de integración subordinada en la cuenca del Pacífico que es caro a los fanáticos del libre comercio en el Partido Republicano; que es resistido por buen número de legisladores demócratas, aunque también concita algunos apoyos, y del que el presidente y su representante especial de comercio, Michael Froman, han decidido constituirse en campeones.
Referirse a la ATP como un proyecto de liberalización del intercambio internacional de bienes y servicios equivale a aplicar el lenguaje de mediados del siglo pasado a una iniciativa que se cuenta entre las más ambiciosas del actual. Más que un proyecto de los gobiernos de los países que formalmente lo alientan es un empeño de las grandes corporaciones privadas –extractivas, industriales, comerciales y financieras– que tienen sede en algunos de ellos o desde cuyos territorios despliegan sus actividades globales. Muestra la confluencia de intereses entre corporaciones y gobiernos de países avanzados en épocas de flujo, de reajuste, de reacomodo. Por el momento, los gobiernos rigen el ritmo de las negociaciones, pero su alcance está ya determinado por los intereses de las corporaciones. La ATP será un gran paso hacia la consolidación de un orden internacional regido sólo en apariencia por los estados-nación, pero en realidad definido en función de intereses corporativos privados de dimensión y alcance trasnacionales. El segundo componente mayor de este nuevo orden estaría constituido por otra gran asociación, la Asociación Trasatlántica de Comercio e Inversión, la ATCI, entre Estados Unidos y la Unión Europea.
La descripción que la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos ofrece en su página web (www.ustr.gov/tpp) es ilustrativa en extremo: “La ATP proporcionará mayor acceso a mercados para los bienes y servicios ‘ made in USA’; regulaciones laborales y compromisos ambientales fuertes y aplicables; reglas nuevas y sin precedente para las empresas estatales; un marco de referencia sólido y equilibrado para los derechos de propiedad intelectual, y una economía digital vibrante”. Conviene detenerse un poco en algunos de estos seis objetivos.
El tipo de regulaciones laborales y compromisos ambientales a los que se alude es, en general, de los que corresponden a los países avanzados de alto ingreso, que no pueden ser asumidos sin más por economías de muy diverso nivel de desarrollo como las que se incorporarían a la ATP. Éstas van desde Singapur y Malasia hasta Vietnam, pasando por México y Perú, entre otras. Es deseable que las normas laborales relativas, por ejemplo, a salarios mínimos converjan en el tiempo en la región del Pacífico. Algo similar podría decirse de numerosas regulaciones de protección ambiental. La inclusión de estos temas en la ATP permitiría, sin embargo, que se alegase que niveles salariales inferiores o normas ambientales por debajo de los promedios regionales constituyen manifestaciones de competencia desleal a las que debe responderse, entre otras acciones proteccionistas, con aranceles compensatorios o cuotas de importación.
El punto de partida de la definición de las normas nuevas y sin precedente aplicables a las empresas de propiedad estatal (SOE o State-owned enterprises), que existen en buen número de los países que negocian la ATP, es que éstas gozan de ventajas injustificables respecto de las empresas privadas con las que compiten. Se trata, desde el punto de vista estadunidense, de que las SOE actúen de acuerdo con criterios comerciales y compitan sin ser impulsadas indebidamente
por los gobiernos. En ambos casos, se establecerían procedimientos para que empresas privadas que se consideran afectadas –en sus operaciones reales o potenciales– por las condiciones existentes en los mercados laborales, el alcance de la regulación ambiental o las condiciones de operación de las SOE en alguno de los países asociados pudiesen demandar directamente a los gobiernos concernidos en busca de reparaciones o compensaciones.
El tema que quizá se ha debatido más, por encima del ambiente de reserva y casi secrecía en que se han conducido las negociaciones de la ATP, es el relativo a la propiedad intelectual. En esta área el objetivo estadunidense es, sencillamente, multilateralizar sus disposiciones nacionales en la materia, de modo que se conviertan en obligatorias para todos los asociados.
Además de la situación política interna de Estados Unidos, aludida al principio, la creciente presencia e influencia comercial, económica y financiera de China en el área del Pacífico constituye una motivación adicional poderosa para impulsar un pronto acuerdo en las negociaciones. En Washington la ATP es considerada la respuesta estratégica a China y quizá sea esta noción la que explique las resistencias de Japón de sumarse con entusiasmo al ejercicio, aún no superadas por completo. Por otra parte, el Congreso debe aprobar la llamada fast-track authority al Ejecutivo. Se han expresado dudas de que los republicanos permitan que una administración demócrata que va de salida concluya un empeño que data del anterior gobierno republicano, el de George W. Bush.