Opinión
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París, enero de 2015
E

norme reacción ha provocado la matanza de los periodistas de Charlie Hebdo en París y sus secuelas de violencia y más muertes. Tal reacción es por completo justificada por el hecho mismo, que es brutal e inaceptable. La atención se ha centrado en el tema de la libertad de expresión, que ha sido atacada de forma bárbara. Esto es igualmente justificado pues acallar la palabra, sea esta dicha o escrita o dibujada es una forma insostenible de opresión. Y el atentado ocurrió en la tierra de Voltaire, que es también la de Sartre y Camus y Simone de Beauvoir y…

Que el artero golpe fue preciso como un acto de terror es claro. La gente en Francia ha sentido de lleno la agresión como tal vez no haya ocurrido desde el ataque contra las Torres Gemelas en Nueva York, en septiembre de 2001. El sentimiento de rechazo y de mucha inquietud se ha extendido por toda Europa y otras muchas partes.

En buena medida, la discusión abierta por este atentado remite a los principios básicos de la filosofía política y pone en evidencia su relevancia, así como sus fisuras. El asunto clave de referencia es el de la libertad, en su sentido general y de las formas específicas en las que se manifiesta a diario en la vida de la gente.

Lo sucedido no puede remitirse sólo a la libertad de expresión, que fue efectivamente castigada, cobrándose la vida de los periodistas parisinos y que se llevó por delante la de otras personas.

En este caso se ha expuesto el sentido de una forma particular de expresión crítica que es la sátira y el humor. Esta práctica tiene en Europa una historia larga y profusa. Exige formas sutiles de entendimiento de los procesos sociales y una amplitud de miras que va mucho más allá de las acusaciones, los resentimientos y los odios individuales o colectivos. Eso lo sabemos los lectores de este diario con nuestros moneros.

La libertad no es un atributo natural de los seres humanos que viven en sociedad. Los derechos del hombre son consecuencia de luchas contra el poder establecido que avasalla y Francia tiene un lugar selecto en ella con la revolución de 1789. Y qué trabajo cuesta a los gobernantes y las autoridades de todo signo y en todo lugar hacer cumplir esos derechos y a los ciudadanos ejercerlos efectivamente.

En este terreno las diferencias entre las naciones son, ciertamente, enormes. La consideración de estos límites y esa diversidad es clave en las condiciones de existencia de los ciudadanos en todas partes. Para vivir en libertad las personas requieren derechos formales, pero no pueden eludir sus responsabilidades reales. Esta es una etapa en la que debe advertirse la fragilidad del entramado de lo que otro francés, Rousseau, llamó el Contrato Social. A escala nacional y global son muchas las muestras de que está desbaratado.

El fundamentalismo político y religioso es un fenómeno que ha aparecido en muchas ocasiones y de diversas formas en el curso de la historia. Lo que merece atención es que siga siendo así y luego tratar de armar un modo de comprender lo que significa hoy y sus consecuencias. Todos los fundamentalismos son igualmente reprobables.

“¡Je suis Charlie Hebdo!”, se convirtió en el lema condenatorio de lo ocurrido en París. La mayor parte de las posturas frente al ataque y sus secuelas coinciden en sus términos y sus conclusiones. Hay una especie de corrección política que se ha impuesto al respecto.

Pero dicha corrección tiene también sus limitaciones y por ello me parece relevante la posición adoptada por David Brooks, columnista de The New York Times. Su texto publicado luego del ataque lo tituló de forma provocativa “Yo no soy Charlie Hebdo”. En él abre un debate necesario en torno al hecho de que hay muchos que veneran a quienes arremeten contra el terror islámico en Francia, pero que son mucho menos tolerantes contra quienes arremeten contra sus propias opiniones en su país. Brooks empieza sin ambages por considerar lo que ocurre en el suyo y apela por acabar con la hipocresía. Esta es una postura molesta para muchos, pero no por ello carente de sensatez.

Hay diversos elementos de lo ocurrido en Francia la semana pasada que pueden sobradamente enfrentarse, digámoslo así, en blanco y negro por el carácter y al calor de los hechos. La barbarie es inadmisible en sí misma. Pero admitamos también que es una cuestión que exige una atención con varios matices y claroscuros. Esta perspectiva es, hoy, un asunto abierto de par en par en México.

Hay formas muy diversas de terror impuestas ahora mismo por todo el mundo. Las circunstancias que definen el ataque de París reiteran que es muy difícil enfrentarlas en términos políticos y, sobre todo, policiacos. Hay certidumbre de que la violencia se repetirá y que puede ser creciente. La inseguridad es rampante y el miedo aumenta.

La reacción en Europa es, previsiblemente, el reforzamiento de la seguridad y los controles, también de la xenofobia y el nacionalismo, que se han recreado a la sombra de la crisis social. Esto entraña una serie de contradicciones para la democracia con apellido liberal y sus valores de apertura y tolerancia, lo que la pone bajo una gran tensión y el entorno es, por decir lo menos, muy endeble. La tolerancia es un concepto complejo, pues parte del reconocimiento de que el otro, como quiera que se manifieste, existe pero que molesta e incomoda. Y, sin embargo, no tenemos el lujo de arrinconarla.