ara los que lo conocieron y trataron, cuando Gerardo Deniz (Juan Almela) se definía a sí mismo como corrector de pruebas de imprenta, su dicho no expresaba una falsa humildad, sino el orgullo de ser extraordinario en un oficio poco valorado, pero esencial para la calidad de un libro. Marcaba a su vez su distancia con el engolamiento que sentía inevitable cuando se calificaba a alguien como escritor. Era evidente que no le gustaba pertenecer a ese mundo, al que encontraba falso, pero al que sabía que inevitablemente pertenecía y para el que quería conservar el rescoldo más auténtico posible.
No deja de ser paradójico que su muerte ocurriera en un año –2014– particularmente funesto para la literatura mexicana. Las muertes de Rubén Bonifaz Nuño, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Federico Campbell, Gabriel García Márquez y Vicente Leñero, entre otras, tiñen de luto ese periodo, a la vez que muestran, al hacerlo palpable con su ausencia, el lapso de gran brillantez creativa que llega a su fin en estas fechas, con la desaparición de autores que empezaron a publicar en los años 50. El más tardío y el más radical fue Gerardo Deniz.
La reacción ante su muerte de esos llamados ahora aparatos de mediación –prensa, televisión, crítica– en su desconcierto y desazón muestra la incomodidad que provocaba un poeta tan extraño. Ya de por sí el género mismo que él más practicó, la poesía, les resulta incómodo, incluso en autores con prestigio y reconocimiento, como Bonifaz Nuño, Gelman y Pacheco; no saben que hacer con su condición minoritaria, que se refleja en esa reacción. Basta pensar que los narradores García Márquez y Leñero son despedidos en el Palacio de las Bellas Artes, mientras ninguno de los poetas recibe ese honor.
A Deniz le hubiera gustado su velorio, teñido por un dolor extraño –la evidencia de nuestra finitud–, sin paliativos religiosos, a pelo. Hasta las coronas de flores parecían fuera de lugar. ¿A qué otra cosa acogerse sino a la ausencia? Hubo un tiempo donde de Deniz se conocían pocas, poquísimas fotos. Y sólo en los años reciente, impulsado por el aprecio que muchos jóvenes poetas le tenían, empezó a aparecer públicamente en conferencias o cursos y homenajes, sin dejar de advertir a sus oyentes que no le resultaba cómodo estar ahí. Sin embargo, la entrega del Premio de Poesía Aguascalientes a su trayectoria, cuando el concurso fue declarado desierto, se transformó en homenaje tocado por la gracia.
Sobre su ataúd la familia puso un retrato suyo, no muy grande, pero con una sonrisa muy suya, que parecía llenar el espacio, como si fuera a reventar en una carcajada o en un gesto escéptico. Deniz enseñó a la poesía mexicana a saber reír.
Tuvo admiraciones absolutas: Saint John Perse, Rilke, Dumezil, pero nunca esa condición de total reverencia lo despojaba de una mirada crítica y atenta a eso que llamaré, con una expresión que no le hubiera gustado, debilidades humanas. Le sorprendía, por ejemplo, descubrir que el autor de Anábasis sintiera la necesidad de retocar las cartas de juventud que legó a la posteridad, como si necesitara algo más que su extraordinaria poesía para colmar su vanidad.
No sé si fue él quien me contó que en una visita de Ungaretti, otro gran poeta, a Filipinas, en el acto de recepción que se le ofreció elogió la intensidad con que un muchacho dijo un poema suyo, sin saber que el joven nativo no sabía italiano. Deniz se involucraba con las lenguas de manera curiosa. Era un mono gramático
, capaz de conocer muchas lenguas en su funcionamiento, pero incapaz de hablarlas. Con un rudimentario conocimiento del idioma alemán se sabía, sin embargo, de memoria las Elegías de Duino, y las decía, agrego yo, con gran intensidad, como si fueran música, junto a la química, la otra pasión de su vida. Curioso que su poesía no es rilkeana ni persiana.
La última vez que lo vi, unos seis meses antes de su muerte, el deterioro físico que lo aquejaba era muy visible, pero no afectaba ni su inteligencia ni su humor. Le molestaba la ceguera que le impedía escribir y leer. Y en los últimos días, dijo, tampoco podía escuchar música. Y no del todo porque a la ceguera se sumara la sordera, sino porque algo que no acertaba a expresar se había roto en su interior, y que no se atrevió a calificar, como lo hizo sentir, un desprendimiento de este mundo.
Durante los largos años de la enfermedad –más de diez– había aceptado con resignación, él que era capaz de comer de forma pantagruélica, que se tenía que limitar a una dieta atroz. Pero ese día en que lo visitamos Josué Ramírez y yo quiso tomar una copa de vino de la botella que habíamos llevado. Le gustó y preguntó qué vino era; le pasamos la botella y la acercó a apenas unos centímetros de sus ojos. Ambos nos quedamos con la sensación de que sí había alcanzado a leer la marca, misma que he olvidado; de pronto los ojos le chispearon y dijo sonriente de oreja a oreja: Creo que hay una errata en la etiqueta
. Me habría gustado conservar la botella vacía, pero nunca pensé que era una conversación de despedida.