a confesión del asesor presidencial (Aurelio Nuño) no fue inocente al afirmar que no apreciaron la dimensión del problema que representaba el crimen organizado. Bien pudo decir que lo menospreciaron, pero no llegó a tanto su alcance visual. Lo asumieron, en su estrategia inicial, como simple asunto de imagen, manejable mediáticamente. En realidad no quisieron ver (y puede ser que, en verdad, desconocieran) su real implantación en amplísimas zonas del país. Menos aún esperaron las trágicas consecuencias que les acarrearía al explotarles en el mero rostro de modernidad que tanto se ufanaron en presentar ante cualquier auditorio.
El esfuerzo de relaciones públicas que desplegaron tras sus objetivos bien se puede decir que fue, ciertamente, meritorio. Lograron bastante de lo pretendido. Primero que todo, terminar el trabajo ansiado por el gran capital para someter a los trabajadores a un rudo tratamiento de precariedad adicional y, después, abrir inmensos campos de negocios petroleros para un grupo privilegiado. Por tan meritoria tarea recibieron una lluvia de interesados elogios desgranados en los numerosos medios de comunicación con que cuentan los grávidos centros del poder hegemónico. El protagonismo presidencial se pavoneó, lleno de contento y zalamerías, por variados escenarios del vasto teatro mundial. Parecía que la élite política dominaba, con maestría, el ambiente de los saludos, los protocolos, las fotos circunstanciadas y los salones de renombre. Hasta este punto, la tarea se hizo a pleno gusto y deleite para los actores centrales, bien lograda, puede decirse.
Pero llegó lo inesperado o, al menos, una lejana masacre que no parecía destinada a trastocar el positivo panorama dibujado desde muy arriba con premura y cuidado. No se pudo, como se trató de aparentar en un principio, de un mero accidente de triste alcance local. La dimensión del suceso dejó aflorar, de inmediato, su rostro feroz, profundo, traumático y, sobre todo, ejemplar. Cuarenta y tres mozalbetes normalistas, de bajísima extracción social y fama de revoltosos ocuparon, con sus traqueteadas humanidades, el centro del torbellino. De tan baja procedencia venían que no podrían, se pensó en un inicio, causar la inmensa llaga que dejaron abierta a la mitad misma del corazón colectivo. Y, de ahí en adelante, el agujero que cavaron en la reciente historia de los avatares nacionales no ha dejado de ocasionar penas, pasiones y desencuentros entre dos clases de mexicanos: unos, los pocos de arriba, congelados de improviso, frente a los demás, esos de airada mirada, recia postura, con millones de caras que se apelotonan abajo.
Y lo que parecía una ruta hacia el éxito se tornó, de ahí en adelante, un fangal de caminos truncos, salidas frustradas, túneles oscuros, letreros equívocos, normalidades negadas. La dimensión que de pronto apareció en el presente nacional es desconocida, dura, de prolongada trayectoria. Una pesadilla para los que esperaban aires de cambio al alcance de una reforma cualquiera, aunque llevara atada una rimbombante etiqueta de estructural. El mal tiempo cayó de repente sobre los poderes cupulares y los dejó tiritando, atosigados por el desconcierto. Los plácidos ambientes que, usualmente, quedan exentos de cualquier penuria, libres de cielos contaminados, se tornaron oscuros. Hombres y mujeres de rebuscado accionar que, con mañas mil, acostumbran rodearse de facilidades múltiples y facilones favores, para hacerse con el máximo de haberes que puedan apañarse, quedaron expuestos a la intemperie. Conciencias a las que fuertes dosis de cinismo dejan aparentemente tranquilas ahora se remueven intranquilas.
Se desempolvaron para la ocasión frases de larga data: el Ejército se irá a sus cuarteles cuando haya policías eficaces, preparadas para las tareas de control que le son propias. Los controles de confianza se llevarán a cabo en todas partes, hay recursos disponibles para ello. No se permitirán abusos como los observados, se vuelve a decir sin asomo de pena alguna. El eslabón débil es de orden municipal, se alega a la manera de una conclusión muy elaborada, la resultante de fundados estudios. Se harán 32 mandos policiacos, centralizados en los gobiernos estatales, se determinó como final. De ahora en adelante, no más hermandades del crimen con la política local. Los alcaldes quedarán blindados. Los gobernadores, de aquí en adelante, cumplirán con sus tareas y responsabilidades. No se permitirán bloqueos de carretera alguna. La violencia es una salida irracional ante cualquier problema. Y así por el estilo se desgranan las consabidas frases para levantar los monumentos virtuales que el panorama actual exige erigir ante los descreídos.
La realidad, esa densa pared, en cambio, apunta hacia un panorama de conflicto permanente, de seguir la ruta de la continuidad. La brecha entre las cúpulas decisorias y la inmensa mayoría de la angustiada sociedad se agranda hasta adquirir, ya, tamaños de abismo. La unidad en torno al presidente, solicitada con grávidas voces autoritarias, no se corresponde con tan oxidados arranques, menos atiende a sus furias y latidos. El poder establecido se ha quedado en posesión de una parcela rellena de botones de mando, pero su equipo de trabajo está incompleto, roto, y la vestimenta que llevan está raída. El orgullo de pertenecer a una generación transformadora que trabaja con el Presidente, tal como afirmó el señor Aurelio Nuño, se enrosca allá, muy lejos por cierto. No llenará, ni de cerca, los pechos de los demás millones de jóvenes mexicanos que luchan por sobrevivir. Se va formando un horizonte de discordias y desarreglos crecientes que, sin embargo, no dejará de lanzar propuestas de cambio y salida.