dos décadas de la primera cumbre de las Américas de Miami, mucho ha cambiado en el continente y para bien. Hoy, un renovado diálogo hemisférico, sin exclusiones, es posible.
Allá por la mitad de los años 90, cuando la cumbre de Miami, era la época de los consensos importados, los modelos de desarrollo económico y social basados exclusivamente en el mercado y en la supuesta asignación perfecta de recursos que este hace según la mano invisible.
Así y escondida en etiquetas vinculadas al desarrollo se dio la mayor ola de privatización y desregulación en el continente. El papel del Estado se resignó a ser un facilitador de tal proceso, dando paso a la filosofía de que el más fuerte se lleva todo. La solidaridad, la equidad, la justicia eran valores del pasado y la pobreza un mal necesario.
Pero no lo eran en el imaginario de los ciudadanos del hemisferio, que los tenían muy presentes y le dieron la espalda a estas políticas y durante los últimos años se pronunciaron con claridad democrática en favor de alternativas que pudieran combinar el crecimiento económico con la inclusión social a partir de ampliar el abanico de oportunidades a todos los ciudadanos.
El crecimiento económico, de la mano de las políticas de inclusión, hizo que por primera vez en la historia regional la clase medía –hoy representando 34 por ciento de los latinoamericanos– supere al número de pobres. Y si ello sucedió es porque a la mano invisible del mercado se le agregó la muy visible del Estado.
Y esto ocurría en el marco de la peor crisis financiera global de posguerra, que generó una recesión sin precedentes en Estados Unidos y Europa, de la que este último continente aún brega por salir.
Crecimiento con equidad social resultó ser el nuevo consenso regional.
Hoy esto une a la región.
Hoy hay condiciones para establecer una cooperación más realista en las Américas, donde todos sean socios en pie de igualdad, desde los más poderosos hasta las pequeñas islas del Caribe.
Hoy nadie ejerce el monopolio de lo que funciona o no funciona ni puede imponer modelos, ya que las verdades establecidas sucumbieron. Exclusión social en lo interno y exclusión de voces en la escena internacional fueron en los 90 las dos caras de una misma moneda.
Hoy todas las voces cuentan y si no cuentan han de tener que contar. Del club de los poderosos del G-8 se pasó al G-20, pero no alcanza para capturar la nueva realidad de nuestro hemisferio.
A los organismos existentes, la región les agregó en la última década el dinamismo de Unasur en América del Sur y Celac en las Américas, dejando a la OEA como el único ámbito de diálogo entre todos los países de las Américas, grandes, medios, pequeños, poderosos y vulnerables.
Pero incluso los actores gubernamentales o intergubernamentales no son la única respuesta a los problemas del mundo de hoy. Los actores no estatales del mundo no gubernamental, del sector privado, sindical, organizaciones sociales tienen que ser parte del proceso.
El deber de los líderes es saber interpretar el momento para generar una agenda de progreso, pero un progreso tangible para la gente, para los ciudadanos , a ellos nos debemos.
Por ello, en un entorno económico internacional más incierto se trata de mantener y expandir los logros alcanzados y es allí donde un nuevo espíritu de cooperación en las Américas puede ser fundamental.
La cumbre de las Américas en Panamá, en abril de 2015, podría ser el inicio de ese nuevo proceso de consolidación de confianza mutua, donde todos los países sientan que pueden ganar un poco, porque su agenda nacional de progreso se verá reforzada por la cooperación. Será histórica porque esta vez no habrá exclusiones. Panamá debe contar con todo el apoyo regional.
Será una gran oportunidad para asentar los valores democráticos, la férrea defensa de los derechos humanos, la transparencia institucional y las libertades individuales junto a una agenda práctica de cooperación para una prosperidad compartida en las Américas.
*Ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay