a serie de simulacros de muerte que es la vida
baja un día de tantos de las nubes
y se queda con nosotros para siempre.
De qué sirve tanto ensayo
si nada nos prepara para volvernos nada
de repente.
Una vez elegimos el lado azul para parapetarnos.
En el lado verde pusimos la sangre y el suelo.
En el lado rojo nos hicimos pedazos, inconscientes.
En el lado blanco amanecimos. Gritábamos.
En el lado negro descubrimos cavernas, entrañas, armisticios,
pesadillas y reposos.
En el lado amarillo una ráfaga nos bañó de polen y miel.
Entonces se abrió a nuestros pies
la carpeta de horizonte y nubes sin sombra
del desierto vivo.
Cirros color de rosa y cerros verduzcos y marrones.
El suelo trepidaba sin respuesta.
No sé si eran más las espinas o las flores.
Los topos habían mordido la biznaga entre enterrada
y dormían despiertos en los túneles de su existencia diurna
iluminados de no ser como nosotros.
Un águila real perseveraba en seguirnos.
Su sombra rasgó unos segundos el aire, nos golpeó los ojos
y se alejó con todo y sombra sobre la carpeta del desierto
extendida sobre la mesa.
Nos herimos los pulgares con la navaja más filosa
y derramamos en pedruscos y cactos
gotas de sangre.
La comimos. La bebimos. La dejamos sembrada.
Moscas tenaces nos olieron el cuerpo y se aproximaron a confirmarlo.
Confirmados por las moscas
nos dimos a la tarea de extraviar los pasos.
Para eso habíamos venido de tan lejos.
Debajo de los arbustos y las enredaderas acorazadas
cantaban aves invisibles las tonadas que necesitábamos
en diferentes momentos.
Llegó entonces el esperado resplandor de las serpientes
precedidas como Saturno por sus anillos
por sus pajes las lagartijas y los camaleones.
Sisearon. Mostraron colmillo. Hincharon los orificios nasales.
Pupilas de ofidio como puñales engarzadas en un iris color de fuego.
(La cola les comienza en la cabeza y viven para contarlo.
Imaginen que el rabo de un venado comenzara en los cuernos.
Imaginen que la noche es un perpetuo amanecer).
Los coyotes, grandes, iban de paso rumbo a la sierra
al frescor de los mesquites
y las rocas del tiradero de huesos.
La velocidad de los nidos nos puso de pie
y ya no pudimos distraernos.
El llamado estaba en las llamas de la hoguera
mientras el sol huía tembloroso y desorbitado.
La noche tenía prisa
pero se entretuvo de capricho en un grisor metálico que poco a poco
como un telar extendido
se fue poblando de puntos imposibles de contar,
sones quedito, ojos de la cerradura para espiarle al Universo
las fiestas de su nocturna desnudez.