Leñero, despedida que rasguña
El día en el que el presidente de EU sea negro y el Papa argentino
l fin de 2014, ya a la vuelta de la esquina, nos ha causado más convulsiones que un terremoto trepidatorio con epicentro en el Zócalo capitalino. Hay motivos para todo: tristeza, de la callada, resignada, pero que rasguña: la despedida de Vicente Leñero. La última vez que lo vi fue la noche del estreno de El Atentado, película de Jorge Fons, como todas las suyas, muy aplaudible. Cuando le dije que lo invitaba a cenar para que me firmara unos libros que deseaba regalar a mis hijas, sonrió y me recordó que había una zaga interminable de esas invitaciones inexplicablemente incumplidas. Juré, y lo hice en vano: la cita no se llevó a cabo y la autoflagelación será cotidiana. Como a casi todo el Excélsior de Scherer, conocí a Vicente, por fray Froy López Narváez: Miguel Ángel Granados, Álvarez del Villar, Jordán, Samuel del Villar, López Azuara, Ricardo Garibay. Monsi y el infraescrito nos hacíamos luces de este extraño grupo que, con raras excepciones, eran creyentes (casi devotos), cristianos (casi católicos), creacionistas (casi guadalupanos). Pero eran, al tiempo, las mentes (y los comportamientos), más lúcidos, comprometidos, honorables y progresistas de la prensa nacional. Los virus esparcidos por las teorías de Bergson, Rosnay, de Duve, Monod y, por supuesto de Teilhard de Chardin, los inocularon en serio. Y luego agréguesele a Gregorio Lemercier, fray Alberto de Ezcurdia y el rojísimo obispo Méndez Arceo. (Véase, por favor, la edición de la Revista de la Universidad, de noviembre de 2007, crónica de Leñero cuando Ramón Zorrilla lo presenta con fray Alberto): estarán de acuerdo en que la evolución
era inevitable. Para mí, platicar con Leñero era una fiesta, angustiosa debo confesarlo, porque nunca me sentí cómodo, siempre tenía la sensación de que mi conversa no compensaba el tiempo que me dedicaba. Pero lo hizo siempre que lo acosé. A mi remordimiento se agrega mi gratitud, más ahora que estamos parejos: yo puedo seguirlo leyendo y él no tiene para que escucharme.
La espléndida puntada que se aventó el joven Adán Cortés Salas, durante la entrega del Nobel de la Paz, me llenó de regocijo. Además de volver a poner ante los ojos del mundo (es decir, en la televisión), el acontecimiento más doloroso de nuestro tiempo, ocasionó un fuerte retortijón colectivo a todas las buenas y decentísimas familias que consideran que la preservación de las normas de urbanidad, etiqueta, buenas maneras, está muy por encima de los dramas que afecten a una pequeña porción del infelizaje que puebla este país. Oí y me mofé de algunos comentarios decimonónicos: Qué falta de sindéresis, de educación y respeto de este pequeño malandrín. Seguramente debe ser de escuela pública y su código postal, semejante al de los jefes delegacionales perredistas (antes de serlo, por supuesto). A leguas se ve que en su casa nadie compra el ¡Hola! Por mi parte yo aplaudí su audacia sin reservas, pero la mía es una opinión sesgada: aplaudí a Mahatma Gandhi cuando rompiendo la ridícula etiqueta inglesa se presentaba envuelto en su finísima sábana (supongo de seda y lino), que tantas fantasías seguramente provocaba a la Reina Madre (y a él seguramente un aire colado en las neblinosas noches londinenses), a García Márquez cuando se negó a cambiar su comodísima guayabera por el recargado frac (prenda de vestir que tuvo su momento de gloria cuando el monstruo de Fred Astaire lo usó para bailar en techo y paredes de su cuarto de hotel en la película Royal Wedding, de Stanley Donen, 1951), a Hugo Chávez que enfrentó al abotagado y pillastre monarca español que, en razón de su permanente cruda, confundió a estados soberanos con antiguas colonias. Y reí y aplaudí a José Emilio cuando se enfrentó a la brutal disyuntiva: o recojo el premio o me detengo los pantalones. Lo antisolemne, lo irreverente lo iconoclástico tiene en mí a un aplaudidor. Cuando Adán Cortés se reciba en relaciones internacionales, y esperemos que lo haga en tiempo y con suficiencia académica, estará más asentado y reflexivo, pero esperemos también que conserve su audacia, su conciencia y su sentido de la oportunidad. Me gustaría platicar con él, para que me explique cómo consiguió que unos conocidos noruegos le picharan el viaje y el alojamiento, cómo le surgió la idea de visitar tan intempestivamente a Malala, dónde consiguió la bandera y la acreditación y cuáles eran sus pensamientos, sus emociones y descargas de adrenalina un minuto antes de aventarse como el mentado Borras, que según dice todo el mundo, se la pasa aventándose a la menor provocación.
Y paso de golpe al otro extremo, el de la indignación, la rabia y una desazón infinita. Tengo ante mí las imágenes más estrujantes que he visto en muchísimos años. Es un grupo de campesinos: mujeres, hombres, niños. Algunos de pecho en brazos de sus madres. Visten y calzan miserablemente. Rodean a una persona que está tirada en el suelo, como dormida, como muerta. Entra el audio y escucho gritos tan entremezclados que casi nada entiendo. Una mujer treintona, de voz potente logra por momentos imponerse. Aparece un hombre que muestra cierta autoridad. Afirma que se revisará el proceso y que si no es culpable alguien, que todo el mundo sabe quién es, saldrá libre. Ante esta afirmación los ánimos se encrespan. El grupo no acepta la posibilidad de que ese alguien pueda ser culpable de cualquier cosa. La joven mujer increpa al personaje de autoridad, el joven agitador, que trae en la mano una especie de bidón, supongo de gasolina, comienza a gritar que en México no hay justicia ni democracia. Apenas registro una voz –la del señor de autoridad– que insiste en que no hagan nada hasta saber lo que se resuelve. En el suelo permanece, totalmente inmóvil y en silencio, el dormido/muerto. A su costado un señor blande un machete, a unos cuantos metros no más de 50 personas observan, pero con una actitud calma. Ven la discusión y al tirado, pero no se alteran, y unas chamacas hasta parecen distraídas, como esperando el inicio de alguna acción que ya saben sucederá en cualquier momento. Una niña se inclina sobre la cabeza del caído y algo inaudible le musita al oído. El agitador se inclina a su lado izquierdo y parece acercar un encendedor porque de inmediato surge una gran llamarada que enciende la parte superior de ese cuerpo que, por segundos, recibe el fuego como un arropo. Luego, desesperadamente, empieza a rodar por el empedrado y termina por levantarse y echar a correr sin rumbo ni meta. Emprende carrera, gira, se regresa. Como en las ferias de pueblo en las que uno de los coheteros se encima sobre su espalda un torito que lanza bengalas, buscapiés y tira palomazos entre la multitud, así esta antorcha humana arremete desesperadamente contra la gente y luego, retorciéndose de dolor regresa y queda de frente ante quienes lo persiguen. Por fin, o se desploma o alguien lo tira y ya en el suelo, le llueve tierra, arena, agua y aparece un extintor como de automóvil. Llegan los paramédicos y se lo llevan. No sé si murió o vive. Por ahora las versiones oficiales y algunas escasas informaciones periodísticas hacen saber que el bonzo chiapaneco se llama Agustín Gómez Pérez, de 21 años, originario de la comunidad de Chigtón, municipio de Ixtapa, y que ese acto lo realizó para exigir la libertad de su tío, un activista del grupo Flores Magón. Las autoridades tienen su versión, que también debe ser conocida. De ellas hablaremos la próxima semana. Por ahora sólo expreso mi profunda desolación: en los múltiples días por mí vividos, jamás me había tocado conocer un caso en el que un mexicano hubiera tenido que pagar con un sacrificio de esta magnitud su derecho a ser oído. Una de las cruentas escenas que recién he visto, es la cara de Agustín Gómez Pérez frente a la cámara. Ni mi martini triple, aderezado con unas 25 gotas de Clonazepam de 10 mg. me ayudarán a tener un sueño tranquilo.
El próximo lunes dediquémosle, si no lo han renunciado todavía, unos renglones al irresponsable, mentiroso, abusivo collón y, presuntosísimo corrupto jefe delegacional de Iztapalapa, Jesús Valencia. También al hacedor de leyes y violador de las mismas, diputado Isidro Moreno Árcega.
Para terminar con una sonrisa, un correo de mi maestro Humberto Musacchio: En 1961… Pregunta el Che Guevara: Fidel, ¿alguna vez volveremos a tener relaciones diplomáticas con los yankis?
Contesta Fidel, eso sólo será posible el día en el que el presidente de los Estados Unidos sea negro y el Papa argentino, como tú.
Twitter: @ortiztejeda