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La lección de Villa y Zapata
Los movimientos de protesta, cuerdos y locos, sensatos y absurdos, afectaban a casi todos los aspectos de la vida (…) Casi no había actividad que no fuera blanco de un grupo comprometido dispuesto a pasar los fines de semana formando piquetes ante laboratorios, bancos y depósitos de combustible nuclear (…) A veces, cuando me sumaba a una manifestación contra los experimentos con animales o contra la deuda del Tercer Mundo, sentía que estaba naciendo una religión primitiva, una fe en busca de un dios al qué adorar. Frente al reduccionismo que sólo consideraba relevantes los movimientos sociales protagonizados por clases y dirigidos contra agravios “estructurales”, se agradece la diversidad de actores y el inagotable stock de causas reivindicables que hoy tenemos. Pero así como hay un falso pluralismo posmoderno cuya diversidad es puramente epidérmica y de marketing: la multiplicación de las cocacolas, la infinita variedad de hamburguesas en los macdonals, la proliferación de los cereales de caja…, también hay una pseudodiversidad contestataria encarnada en las mil y una banderas de la “sociedad civil”: proteger el medioambiente, suprimir los transgénicos, salvar a las mariposas Monarca, acabar con las corridas de toros y los circos con animales, eliminar la comida chatarra… En Imperio, Hardt y Negri explican como el capitalismo de hoy se pluraliza para mejor preservar la homogeneidad. “El comercio reúne las diferencias ¡y cuantas más mejor! Las diferencias (de mercancías, de poblaciones de culturas…) parecen multiplicarse indefinidamente en el mercadeo mundial (…) El marketing posmoderno reconoce la diferencia de cada mercancía y de cada segmento de la población y adapta sus estrategias de acuerdo con tales diferencias”. En otro sitio los mismos autores constatan un hecho paralelo, la vertiginosa proliferación de los movimientos contestatarios hoy casi siempre temáticos o locales y “el hecho de que estas luchas no se vinculan horizontalmente entre sí, sino que cada una de ellas salta verticalmente, directamente, al centro virtual del imperio (…) Una de las paradojas (…) de nuestra época (es que) en la tan celebrada era de las comunicaciones, las luchas han llegado a ser casi incomunicables” (págs. 112, 108). Algo semejante sostengo yo en El hombre de hierro. Pero en vez de verla como rasgo posmoderno, sospecho que el origen de la diversidad artificiosa y alienante es más viejo y está en la fractura de las antes unidas esferas de la vida que opera la modernidad: la sociedad de la naturaleza; lo divino de lo mundano; los productivo de lo reproductivo; lo económico de lo político y de lo social; lo público de lo privado… A lo que corresponde la separación y contraposición disciplinaria de los saberes: ciencias duras y ciencias blandas, y dentro de éstas economía, sociología, ciencia política, antropología… Compartimentación que corre paralela con la especialización de las empresas y, en otra esfera, con la especialización de las organizaciones no gubernamentales y con ellas la especialización de las causas y los movimientos sociales. Sin duda, la pluralidad es deseable y placentera. Pero una cosa es amar la diferencia y otra procurar la balcanización avanzando hacia un mundo de compartimentos estancos donde cada uno se mire el ombligo encuevado en su cajonera identitaria. Y no, el chiste de la diversidad es el diálogo que conservándola la trasciende. No los particularismos ensimismados sino la universalidad provisional y siempre en construcción de los muchos que conversan, intercambian puntos de vista, polemizan, echan pleito…; la buena universalidad sostenida por los consensos y los disensos; el nosotros que no niega a los otros. Pero a veces la lógica introvertida que separa se impone sobre apertura y generosidad que reúnen. En el México del siglo XXI la pertinente y loable multiplicación de las luchas localizadas y temáticas ha derivado en dispersión y a veces en patrimonialismo contestatario: cada grupo con su identidad, su causa, su espacio, su discurso, sus símbolos, sus demonios, sus palabras claves… Así las cosas, cuando amenazas mayores provenientes del sistema exigen fuerzas opositoras también mayores, la convergencia resulta difícil. Y si eventualmente se logra, cada quien marcha con su camiseta y más preocupado por dar visibilidad a sus banderas específicas que por el avance conjunto de un movimiento que aparece como simple medio para el posicionamiento de cada uno de sus participantes. Y en eso estábamos cuando el calendario nos recordó que en 2014 se acabala un siglo de que Villa y Zapata se pusieron de acuerdo en Xochimilco para unificar sus banderas y coordinar sus luchas, y cuando la decidida movilización de los normalistas de Ayotzinapa y sus familiares por el crimen de Iguala nos exigió a los demás salir del ensimismamiento, superar las diferencias y tratar de sumar fuerzas. Villa y Zapata eran muy distintos: alto, robusto y colorado el del norte, bajo, delgado y moreno el del sur; el uno abstemio y el otro tomador. Pero había diferencias más profundas. En un norte árido y poco poblado que sin embargo los grupos nómadas originarios transformados en guerreros reivindicaban como propio, los colonizadores blancos y mestizos fueron por necesidad “mata apaches”. Pero cuando por fin derrotaron a las tribus y hubo paz, llegó el vertiginoso latifundio ganadero a despojarlos a ellos de las tierras por las que habían derramado sangre. Entonces los “mata apaches” se volvieron apaches ellos mismos: “bárbaros del norte” que defendían sus campos contra el terrateniente y que años después se fueron a la revolución encabezados por un bandido generoso: Francisco Villa. En el sur pródigo y socialmente más denso, los nahuas herederos de las grandes civilizaciones no habían sido exterminados sino progresivamente expropiados de sus tierras y aherrojados al latifundio, de modo que cuando vieron la oportunidad se alzaron en armas para recuperar lo perdido, y lo hicieron encabezados por un aguerrido caballerango: Emiliano Zapata. Los del norte eran mestizos que luchaban por pueblos libres y tierras propias donde reconstruir la agricultura familiar, los del sur eran indios que luchaban pueblos libres y tierras propias donde reconstruir la comunidad. Y tanto su talante, como sus demandas, como su cultura, como su forma de guerrear eran distintos. En el norte el nomadismo de las tribus cazadoras y recolectoras, la colonización ranchera y el trabajo itinerante en cosechas, socavones y tendido de vías, dieron lugar a un ejército formado por agricultores, jornaleros, mineros, ferrocarrileros y también gente de clase media: la División villista, disciplinada, razonablemente bien armada, uniformada de caqui, militarmente solvente y con una gran movilidad geográfica. En cambio en el centro y sur el sedentarismo de comunidades de ancestral cultura agrícola gestó al Ejército Liberador zapatista, un campesinado insurgente de calzón de manta y huaraches, mal armado, indisciplinado y poco profesional que no se hallaba cuando los combates lo apartaban demasiado de sus pueblos y de sus milpas. Ranchero y mestizo, el villismo era ubicuo y dislocado, mientras que el zapatismo, nahua y comunitario, era de acendrada vocación local. El del norte tenía claro el conjunto del escenario bélico y el del sur no, pero en cambio el Plan de Ayala le daba a la causa zapatista una proyección nacional en tanto que el villismo no veía más allá de los proyectos reformistas locales. Y sin embargo supieron ponerse de acuerdo. Así lo cuenta el corrido: “Zapata le dijo a Villa –ya perdimos el albur, /tú atacaras por el norte y yo atacaré por el sur”. Desde entonces Norte y Sur, campesinos e indios, nómadas y sedentarios, rancheros y comuneros lucharon unidos por Tierra y Libertad, haciendo de la mexicana la primera revolución de la historia protagonizada por los campesindios. En tiempos de la revolución México era tan diverso como lo es ahora. Pero en el curso de la lucha los diferentes agravios locales y sectoriales se fueron condensando en reivindicaciones unitarias en que todos podían reconocerse. El talento político de las corrientes populares más visionarias se mostró en su capacidad de sintetizar en fórmulas simples los deseos profundos de las mayorías nacionales. En Xochimilco, además de los insoslayables asuntos bélicos, Villa y Zapata discutieron sólo un par de temas: su común rechazo a Carranza y su compartida preocupación por el latifundio y el autoritarismo sintetizada en una bandera: Tierra y libertad. Y en torno a eso sumaron fuerzas convocando así a otros alzados agraristas como Carrera Torres en San Luís Potosí, los hermanos Arenas en Tlaxcala y el minero Juan Medina en Jalisco. Es verdad que la convergencia se desgastó pronto pero fue suficiente para darle a la variopinta insurgencia mexicana el carácter de revolución campesina. Entonces, ahí está el ejemplo.
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