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Aprender a morir

¡Salud, bella Alaíde!

R

azón le sobra a Julio Solórzano cuando habla ( La Jornada, 3/12/14) del inexcusable desaprovechamiento de los archivos de su madre, la escritora, maestra y poeta Alaíde Foppa, por parte de las instituciones responsables de acercarse a los acervos y fondos de ciudadanos pensantes y creativos en este país, principal perjudicado de ese hueco aún sin subsanar entre organismos y archivos públicos y privados.

A principios de 1980, mientras convocaba a plumas de primer nivel para la parte editorial de la revista de modas Vogue México, alguien, a quien suplico me perdone por no recordar ahora su nombre, me sugirió proponerle a Alaíde Foppa la sección de Artes Plásticas, con una convincente frase: su erudición tiene el don de la sencillez.

La llamé por teléfono y de entrada dijo no, pues tenía demasiado trabajo y el contenido de la publicación no le atraía. Pero cuando le argumenté que allí colaborarían Moreno Rivas, Espejo y Glantz, y que otro sector culturalmente marginado era el de las lectoras de revistas de modas, se animó a decir en estos términos: que cada mes mandara a su casa por el texto y le enviara el pago correspondiente.

Bella y serena a sus 65 años, sin asomo de los agobios que cargaba, me recibió una tarde de mayo en su impecable casa de la colonia Florida, que desmentía la tenaz militancia feminista de su dueña y sus muchos deberes académicos y profesionales. Cuando le solicité su artículo respondió: pase por favor, ¿gusta usted un güisky? y reiteró su escrúpulo de escribir para una revista que reforzaba la enajenación de cierto sector femenino; aduje la oportunidad de sorprender a las lectoras de Vogue con textos de mexicanos pensantes que ampliaran su conciencia, no sólo su vanidad.

Elogio de las flores, de las frutas y de las cosas, tituló Alaíde su primera colaboración, sobre una exposición de bodegones en el Museo de San Carlos, y la última. “Pero ¿por qué naturaleza muerta? No fue ésta la primera definición del género –escribió esa vez–... La traducción sería propiamente Vida quieta, tranquila, inmóvil si acaso, pero no muerta”. La visité en octubre, tras la muerte de un hijo y de su esposo en junio y agosto de aquel infausto año, y me atreví a decirle: No vaya a Guatemala, Alaíde. Tengo que ir; allá está mi madre muy anciana y debo verla, respondió discreta y entera, antes de marcharse a su inmortalidad en movimiento.