a fortaleza macroeconómica está flaqueando notoriamente. La inflación es mayor al rango superior establecido por la política monetaria, el peso se está depreciando de modo significativo, la deuda pública se incrementa, los ingresos del gobierno resentirán la severa caída del precio del petróleo. El gasto de consumo e inversión están en niveles muy bajos, la creación de empleo no satisface la oferta del mercado de trabajo, la informalidad persiste. Habrá una presión adicional sobre los precios por el reciente aumento de la gasolina y por la vía de los bienes y servicios importados.
El gobierno sostiene que no habrá intervención en el mercado cambiario mientras haya suficientes dólares. Acepta pues que la corrección del valor del peso podría ser después más onerosa; el Banco de México admite esta postura al mantener las pautas de la gestión monetaria de corto plazo, como ocurrió la semana pasada.
El entorno está marcado por mayores presiones sobre los precios, el insuficiente del crédito bancario y el deterioro de la cartera de préstamos al consumo. Al mismo tiempo ha habido una caída del índice de la bolsa de valores que los analistas tratan de explicar como un mero ajuste técnico, lo que puede significar casi cualquier cosa útil para el momento. Y sigue pendiendo el impacto del alza de las tasas de interés en Estados Unidos sobre la salida de capitales del país. Entretanto seguimos dependiendo de las remesas.
Así que el discurso que se ha mantenido durante ya varios años acerca de que los indicadores fundamentales de la economía son favorables para el crecimiento se ha desgastado. Aun cuando esa condición podía sostenerse en términos estrictamente técnicos según el modo prevaleciente de la gestión pública, la actividad productiva ha sido crónicamente débil por décadas y no repunta ni con el supuesto empuje de las reformas actuales. Y no lo hará de manera relevante durante los siguientes meses y menos aun si persiste la fricción social que hay en el país.
La política fiscal ha logrado elevar los ingresos que provienen de los impuestos, pero el efecto ha sido una reducción de la capacidad de consumo, ahora agravada por la inflación y la devaluación. A eso hay que añadir el bajo nivel de ingreso de las familias. En el caso de las empresas, especialmente las de menor tamaño, la elevación de las tasas impositivas y las normas acerca de las deducciones fiscales permitidas han reducido el excedente para la reinversión y la expectativa de ganancias. El estímulo para la formalización de las actividades económicas es muy reducido.
La transferencia de recursos hacia el gobierno ha sido reforzada y se mantendrá esa tendencia. Este traspaso sólo puede justificarse por su eficacia social y productiva comprobable y eso no está ocurriendo. Esta situación, de extenderse, provocará mayores contradicciones entre la efectividad del gasto público y las distorsiones en el terreno de la productividad, la inversión, el crédito y el mercado de trabajo, tanto por la cantidad de empleo y del ingreso generados.
Año tras año aumenta la cantidad de recursos que se destinan en el presupuesto a compensar la fragilidad social y los resultados son escasos. Esta es una materia que exige un profundo replanteamiento para reducir la enorme desigualdad que existe. En cambio, lo que ocurre es un reacomodo con pugnas crecientes y muy visibles entre los grandes grupos empresariales que se disputan el excedente. No hay una definición clara y, sobre todo, operativa de la política pública y de criterios sostenibles en el mediano plazo. El proceso de freno y arranque provoca un fuerte desgaste político y la desviación de los recursos materiales y financieros que se asocia con la corrupción.
La política económica debe ser corregida de modo contundente. Empezó ya el tercer año de este gobierno y las medidas económicas no han provocado la respuesta esperada. No se ha marcado siquiera una tendencia clara en esa dirección y mientras tanto las condiciones internas y externas están modificándose de manera significativa. En el caso del petróleo el mercado cambió diametralmente desde que se promulgó la reforma energética, joya de la corona reformadora. Esto exige un ajuste radical.
Muchos se preguntan qué espera el gobierno para dar una indicación clara del rumbo que quiere tomar ante los hechos y sobrepasar el apocamiento productivo en el que está metido la economía. Las reformas están entrando en un estado de letargo y no indican una ruta en cuanto a lo que debía ser ya su fase de instrumentación.
Este escenario no es comprensible hoy sin la gran fricción social que se ha desatado en los meses recientes. Es un craso error siquiera intentar disociarlos. En ambos casos se requiere hacerse cargo de lo que está ocurriendo y sólo a partir de eso indicar un rumbo creíble. No es posible sugerir siquiera que el descontento social que se desbordó con los hechos de Ayotzinapa debe dejarse atrás para seguir un camino que está plagado de incertidumbre. Tampoco frenar con leyes fast track la expresión del descontento.
Ahora no sólo hay que dar un contenido, si es que eso es posible, a la política económica y en general a las políticas públicas, sino que es imprescindible dárselo igualmente a las expresiones que se usan de modo reiterado como son el apego a los derechos humanos, la vigencia del estado de derecho, el cumplimiento de la ley, una mayor seguridad o la elevación de las condiciones de bienestar de la población. Sin contenido son únicamente un eco que se desvanece.