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Ira Pienso, luego me desaparecen. México es un moridero, un panteón de muertos a la mala que claman por justicia y paz. Están las decenas de miles de muertos con nombres y apellidos pero también están los muertos que no tienen quien los amortaje y quien los llore, los cuerpos anónimos aventados así nomás en las 400 fosas clandestinas descubiertas en los ocho años recientes en 24 estados del país. Y los matados son casi todos jóvenes si no es que niños. Jóvenes los muertos y secuestrados de Ayotzinapa, jóvenes los muertos encontrados en las narcofosas de Iguala, jóvenes los 22 ejecutados por el ejército en Tlatlaya, jóvenes la mayoría de los más de cien mil muertos a resultas de la masacre que inició Calderón y ha continuado Peña Nieto, jóvenes gran parte de los más de 20 mil desaparecidos. Entre los 15 y los 24 años no habría que morirse, pero en México mueren muchos varones en ese rango de edad, casi todos a causa de la violencia. De modo que mientras que prácticamente en todas partes la esperanza de vida va aumentando, aquí disminuyó un año debido a la muerte precoz, a la muerte violenta, a la mala muerte. Estudiantes, delincuentes, soldados, víctimas accidentales… en nuestro país se mata a los jóvenes y los jóvenes se matan entre sí. Todos los muertos cuentan, pero cuando muere un joven muere una vida por vivir. ¿Cuántos años no vividos acumula el juvenicidio nacional? Guerrero es un camposanto, un páramo rulfiano de muertos a la mala. En el estado del sur las matazones políticas son mojoneras que fijan tiempos históricos. Del medio siglo que abarca mi memoria recuerdo algunas: en 1960, en Chilpancingo, el ejército asesina a 15 y a resultas del crimen cae el gobernador Caballero Aburto; en 1962, en Iguala, el mismo ejército mata a siete, lo que provoca la radicalización de la Asociación Cívica Guerrerense y tiempo después el alzamiento en armas de Genaro Vázquez; en 1965, en Atoyac de Álvarez, los judiciales asesinan a siete, por lo que Lucio Cabañas se remonta y emprende la organización del Partido de los Pobres; en 1967, en Acapulco, pistoleros como El Zanatón, La Yegua, Los Gallardo y El Animal masacran a más de 30 copreros rebeldes, aunque algunos contaron hasta 80 cadáveres; en 1990, en Cruz Grande la policía estatal mata a cinco de los ocupantes de la alcaldía, lo que marca el fin de los cabildos populares conformados ese año; en 1995, en Aguas Blancas, la policía estatal embosca y mata a 17 campesinos y siembra armas entre los cadáveres para semejar un enfrentamiento, la airada protesta provoca la caída del gobernador Rubén Figueroa y un año después la aparición del Ejercito Popular Revolucionario; en 1998, en Los Charcos, los soldados cercan una reunión y matan a 11, poco después aparece el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente; en los años recientes los estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos han tenido varios muertos: dos en 2011 caídos en la Autopista del Sol a la altura de Chilpancingo a manos de la policía estatal, tres en 2014 asesinados en Iguala por policías municipales y quizá 43 más si se confirma la versión de la PGR. ¿Le pondremos término algún día a esta muerte sin fin? La matazón de Iguala es parteaguas por dos razones: por su desmesura y por lo que el crimen y la repulsa que desató significan. Y es que si decenas de estudiantes pudieron ser tiroteados, escarnecidos y secuestrados es porque los responsables pensaron que quedarían impunes pues, después de todo, las víctimas no eran más que “ayotzinapos”, vale decir vándalos. Cuando uno de los normalistas baleados la noche del 26 de septiembre, que tenía un tiro en la cara, esperaba ser atendido en la clínica a la que lo llevaron sus compañeros, llegaron ahí dos unidades militares que al verlos cortaron cartucho y preguntaron si eran “los ayotzinapos”. Los jóvenes dijeron que sí y pidieron ayuda para el herido que perdía mucha sangre. Por respuesta los soldados los obligaron a alzar sus playeras y vaciar sus pertenencias para ver si traían armas. Las palabras del que estaba al mando se las transmitió a Anabel Gutiérrez, de la revista Proceso, uno de los jóvenes: “Cuando le pedimos ayuda para nuestro compañero que se estaba desangrando, lo que nos dijo fue que tuviéramos huevos para enfrentarlo, así como hacíamos nuestro desmadre”. Y se fueron. Difundido sistemáticamente por opinadores de los medios masivos de comunicación y por funcionarios públicos, un obsceno mensaje subliminal recorre México: la muerte tiene permiso cuando sirve para preservar el orden. En esta lógica perversa es bueno que los narcos se maten unos a otros porque quedan menos, es aceptable que la fuerza pública ejecute a los presuntos delincuentes para que aprendan y –en el extremo- se ve mal eso de balear y secuestrar normalistas pero lo cierto es que los “ayotzinapos” se lo buscaron por revoltosos, por andar haciendo sus desmadres. Matar “antisociales”, sean estos delincuentes o subversivos, no es romper el orden, es preservarlo. Y no merece castigo sino aprobación. Porque las leyes escritas y las normas morales diurnas pueden violarse si se trata de hacer valer la ley nocturna, el código oculto e inconfesable que preside desde la oscuridad el orden existente (Zîzêk). Razonamiento que está detrás del holocausto, el gulag, las limpiezas étnicas, los escuadrones de la muerte y todos los gobiernos represivos, el nuestro incluido. Por fortuna el crimen no encontró complicidad sino airado rechazo: una indignada y conmovida repulsa ciudadana. “A lo mejor los muchachos se pasaban y merecían algún castigo. Pero eso no. Eso es un crimen”, le dijo a Arturo Cano, de La Jornada, un Policía Comunitario que había ido a Iguala para ayudar en la búsqueda de los secuestrados. Y ese es el mensaje: pese a la insidiosa campaña de criminalización de la protesta, los mexicanos dijimos: eso no, no más sangre, no más impunidad, no más impudicia política… Escribo esto al día siguiente de una de las mayores marchas de protesta en que me haya tocado participar, la del 5 de noviembre de 2014 en la que unas 150 mil personas que en su mayoría se convocaron solas, exigía la aparición con vida de los 43 secuestrados, demandaba castigo a los culpables y una y otra vez coreaba “¡Fuera Peña! ¡Fuera Peña!”. Hubo mitin en el Zócalo y hablaron los padres de los desaparecidos. Pero eso no era lo más importante. Lo del miércoles fue una interminable procesión luctuosa y airada que duro seis horas. Caminata cívica donde estábamos todos, como se enumeraba reiteradamente con el estribillo del mambo de Pérez Prado: “¡Yo soy el normalista… Yo soy el estudiante… Yo soy el campesino… Yo soy el desempleado… Yo soy el rechazado… Yo soy el ama de casa… Yo soy la feminista… Yo soy el licenciado… Yo soy el transexual… Yo soy el zapatista!”. Solo faltaban 43. Y una y otra vez los numerábamos y los recordábamos. El primer año de la restauración priista fue de pasmo ciudadano, de atonía social. Los movimientos opositores nacidos en 2012 se desbalagaban, los gremios laborales más o menos activos y democráticos trataban inútilmente de descifrar al nuevo interlocutor gubernamental, los entreguistas pactaban y las izquierdas no claudicantes se reponían del golpe y rediseñaban sus estrategias electorales. Mientras tanto, los ciudadanos de a pie perdían rápidamente las pocas esperanzas que Peña Nieto despertó en su campaña electoral, pero su creciente desaprobación que documentaba la demoscopia no se traducía en acciones de protesta. Pero en 2014 esto terminó. En medio de un torbellino de “reformas estructurales” que despertaban más rechazo y desconfianza que adhesión entusiasta. Los movimientos sociales comenzaron a salir del duelo. La progresiva convergencia de quienes defienden los territorios desde los territorios y las organizaciones campesinas nacionales que reivindican la propiedad social de la tierra amenazada por la “reforma para el campo” de Peña Nieto, genera expectativas; la movilización y huelga de decenas de miles de estudiantes politécnicos en contra de un reglamento policiaco y de la reforma neoliberal de los planes de estudio hicieron caer a la directora general y avanza hacia la realización de un Congreso Politécnico refundacional; la solidaridad con los normalistas de Ayotzinapa no sólo tumbó al gobernador de Guerrero, sino que tiene en un predicamento al gobierno federal y la movilización va en ascenso. “Nosotros, por nuestros hijos, estamos dispuestos a dar la vida. Y ustedes, ¿hasta dónde están dispuestos a llegar?”, dijeron los padres de los desaparecidos a quienes se movilizan en su apoyo. Y esta es la cuestión: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar? “Lo menos que podemos hacer –dijo Omar, estudiante de Ayotzinapa- es que esta rabia que sentimos se convierta en movimiento organizado”. Ojalá que así sea.
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