e un sol brillante en las montañas se descolgaba la noche, y en la penumbra de la Plaza México recordaba a la morena ausente de la vida real. Pero presente en la poesía que se desplegaba al inicio de la temporada de corrida de toros en el invierno mexicano y daba paso a la danza que rasgaba el aire. Sensualidad que cortaba el cuerpo, en el paseíllo de las cuadrillas encabezadas por el torero sevillano Morante de la Puebla
, poseedor de ese age
que no se puede aguantar, El Payo y Diego Silveti.
Ese age
cubierto por luciferino
actuar en toda la tarde. Sonidos negros en el coso en referencia a escrituras antiguas, lo sustraído, lo que se escapa. El señorío al abandono de Morante cubierto por el capote de orfebrería; una media verónica, pero que media, se tornaba golpe de dados, azar…
En la línea de lo inesperado apareció el age
, y Morante regaló un toro de Barralva (diferente a sus hermanos que salían idos, fuera de este mundo a repetir el consabido puyacito, a excepción del quinto y del sexto que alborotaron el ruedo), y Morante le ha recetado tres chicuelinas y revolera estilo de la casa. Anuncio de una faena llena de torería; quieto seguido y muy lento, y José Antonio en estado de gracia dejó en las huellas de la plaza la hondura de su torear.
El toro cambió de lidia, y al igual que sus hermanos, se tornó ido y la gloria fue efímera. Pero el toreo de Morante de la Puebla fue rasgueo de guitarras y vibra herida por un lamento, detenido dentro, muy dentro de la piel que jugaba a la muerte en los giros de la muleta –suaves, hondos– que tenían llama en el tacto y el tono elegante y refinado en que enseña su rara armonía ritmo fuera del cuerpo.
Un modo de decir el toreo que no es la fábrica de pases en que se ha convertido el toreo. Morante no da coba a las galerias. Su toreo es único.
El Payo sorprendió a su vez, con un toreo relajado, dueño de un oficio, que si lo consolida lo volverá el mandón del toreo mexicano. Salió en hombros de la plaza con tres orejas y Morante arrastrando su abandono.