A
l contrario de los discursos de políticos, quienes hablan del eje del bien y del mal, el mundo no se divide entre imperios del Mal y del Bien
, me precisa el escritor Jacques Bellefroid. Eso sería demasiado simple
, agrega horrorizado por los sucesos ocurridos en el estado de Guerrero que leemos en la prensa mundial, la desgracia de la especie humana, porque multiplica al infinito el horror, deriva del hecho de que estas inclinaciones coexisten en cada individuo en partes iguales. El Mal, el Bien, dos impulsos que cohabitan en cada uno de nosotros desde la noche de los tiempos
.
La monstruosidad cometida en Guerrero rebasa el horror de lo imaginable en un país que pretende respetar los derechos humanitarios y poseer una justicia independiente. Es difícil concebir que seres dizque humanos puedan revelarse capaces de tales crímenes. Es indispensable arrestarlos, juzgarlos y condenarlos si quiere evitarse que el miedo y la indignación degeneren en violencia.
Los primeros en sufrirla serían quienes, en la cumbre del Estado, de no responder a la demanda de la población que manifiesta a lo largo y ancho del país, se convertirían en sospechosos y presuntos cómplices, blanco de un levantamiento popular.
Crimen particularmente abominable, cuya ejecución –la minuciosa tortura infligida, sin sentido alguno, a jóvenes desarmados e inocentes– ensucia con una mancha indeleble nuestro país, adentro y fuera de él.
Provoca una enorme tristeza y un sentimiento irreprimible de cólera ver sustituir por la bajeza y el horror los elogios ditirámbicos, y merecidos, sobre la exposición titulada Mayas: révélation d’un temps sans fin (Mayas: revelación de un tiempo sin fin), las imágenes televisivas de estatuas, máscaras, urnas, vasos, dioses, restos de una civilización que escapa al tiempo.
Ver, pues, en esa misma televisión, la faz del horror: los cuerpos humanos enterrados, a veces vivos, en fosas abiertas por criminales para tratar de esconder las víctimas de su instinto de muerte.
Criminales que juegan al machito cuando no son sino cobardes impotentes, sin nada entre los muslos. Esclavos que obedecen a las órdenes de un jefe. Simples ejecutantes obedientes o asesinos a sueldo.
El criminal es su patrón, acaso protegido por el poder. Así, por alto que se hallen en la jerarquía del Estado, los comanditarios deben ser condenados al castigo que merecen y con tanta fuerza como los ejecutores.
Carmen Parra me telefonea de México. Creí que era para hablarme de su próxima exposición en un palacio de Siracusa, arreglada en parte por nuestro amigo, el artista siciliano Michele Ciacciofera.
Oigo la voz de Carmen extraña, jadeante. Sobrecogida por la abominación de los crímenes de Guerrero, me pide que escriba una carta de protesta para el Correo Ilustrado de La Jornada. Desde luego, le digo, pero mándame un mail
con tus impresiones. Me escribe:
“Horrorizada del acto más aterrador en el estado de Guerrero (Iguala y Ayotzinapa), donde apareció la peor cara del ser humano. Torturaron y asesinaron sin piedad, sin sentido, con una crueldad más allá de lo imaginable.
Descuartizaron los cuerpos con un odio que sólo sabe expresarse a través de la tortura, el único lenguaje de estos seres malignos en un Estado débil y pobre, donde reinan el caciquismo y la ausencia de conciencia humana, donde el miedo controla el cerebro y ya no hay un acto racional. Lo más terrible es que la gente se acostumbra.
Asesino a sueldo es un trabajo cualquiera. Gente disciplinada que obedece a las órdenes sin dudar de su buena conciencia. Criminales que son, acaso, buenos padres de familia.
Hannah Arendt, mujer de origen judío, alumna y amante de Martin Heidegger, habla de la banalización del mal.
No importa qué imbécil es un asesino en potencia. Obedece. Idea más angustiante que cualquiera otra: imaginar que el servicial vecino es un verdugo obediente. Por ello, debe castigarse, en primer lugar, a quienes dieron la orden.
De lo contrario, miedo e indignación convertirse en revuelta: la violencia engendra violencia.