uanajuato, Gto. Es un hecho comúnmente aceptado que las 32 sonatas para piano de Ludwig van Beethoven están entre los dos o tres ciclos fundamentales de la historia de la música en lo que se refiere a obras creadas para el teclado. Queda claro entonces, que la cima indiscutible de la programación musical de la edición 42 del Festival Internacional Cervantino ha sido la presentación, en siete recitales a cargo del destacado pianista austriaco Rudolf Buchbinder, de este complejo y fascinante ciclo pianístico.
A lo largo de los años, Buchbinder ha hecho de esta monumental colección de música romántica para piano el pan y mantequilla cotidianos de su labor como intérprete (y como investigador también), y eso fue diáfanamente evidente en los tres recitales del ciclo que tuve la oportunidad de escuchar. He aquí un inventario a vuelapluma de algunos de los momentos destacados de estas sesiones pianísticas.
En la Sonata No. 5, a través de una versión apolínea y transparente de la música, la expresión de una tonalidad oscura (do menor) que en otras obras de Beethoven adquiere un carácter casi feroz. Asimismo, la pulida expresión de sus ecos mozartianos y el delicado manejo de un inesperado y casi abrupto final. En la Sonata No. 12, el sabio manejo de una estructura poco usual y la transformación de su marcha fúnebre en una elegía casi contemplativa.
En la Sonata No. 22, la construcción del impulso motor de un minueto muy peculiar, alejado de la tradicional concepción cortesana del género. En la Sonata No. 4, el gran equilibrio logrado en la reconstrucción de sus proporciones clásicas, atendiendo a las cualidades casi mendelssohnianas de sus dos últimos movimientos. En la Sonata No. 14, la famosa Claro de luna, un primer movimiento tocado sin el patetismo plañidero que suelen aplicarle pianistas menos sobrios, proponiendo en cambio una especie de dolor objetivo, matizado con un delicado uso del rubato. Además, el pianista austriaco logró aquí una depurada progresión de tempo y expresión.
De la versión de Buchbinder a la Sonata No. 3, destaco el claro perfilado de su arquitectura clásica, y de la breve y fugaz No. 19, la ligereza de toque, un algo casi risueño, de cualidades cristalinas. De la Sonata No. 26, el inteligente ensamble de la muy compleja estructura de su tercer movimiento, y en la No. 7, el destacar con discreción los destellos de humor que asoman en su movimiento final. Muy apreciable, también, la hábil integración del peculiar acompañamiento que Beethoven propone en el bajo del segundo movimiento de la Sonata No. 15, así como la variada coloración de las inesperadas disonancias que aparecen en el último movimiento. Momento particularmente destacado entre estos tres recitales de sonatas de Beethoven, la concentración de texturas y el fuego aplicado al impulso motor del último movimiento de la expresiva Sonata Appassionata, la No. 23 del ciclo, sin perder nunca la claridad del potente discurso de la obra.
A lo largo de estas 15 sonatas (y no dudo que así haya sido durante el resto del ciclo), Rudolf Buchbinder demostró un sólido manejo de las vastas gradaciones dinámicas propuestas por Beethoven, expresadas a base de grandes contrastes o de sutiles transiciones según lo requirió cada caso, así como un manejo magistral de las voces que conforman el entramado contrapuntístico de estas piezas.
Buchbinder, finalmente, no es un pianista que apasiona o arrebata como algunos de sus colegas, pero sí es un intérprete de gran solidez y de enorme preparación, cuyo estudio sistemático de este repertorio dio como resultado versiones inteligentes y con numerosos momentos de enorme calidad musical a lo largo de este banquete pianístico. Sin duda, otro mérito a destacar en este sólido maratón beethoveniano ha sido la eficacia con la que Buchbinder adecuó los distintos parámetros de su interpretación a las peculiares y no siempre benévolas condiciones acústicas del Templo de La Valenciana.