l Pacto por México con el que se inauguró el gobierno del presidente Peña Nieto fue recibido con gran optimismo, sobre todo por la prensa internacional que, atarantada como es cuando se trata de inversiones en países pobres, empezó a hablar con alboroto del momento mexicano
(por ejemplo, cinco años antes la revista The Economist había celebrado el despegue brasileño
casi histéricamente). Entre los nuevos funcionarios se instaló una atmósfera de autosatisfacción que se apoderó de la imaginación de los corresponsales extranjeros. Unos y otros se felicitaban por el talento político que había logrado sentar a la mesa de negociación a opositores rejegos, para concluir acuerdos sobre temas que durante más de 12 años habían sido motivo de desacuerdo entre los partidos políticos.
El éxito fue tan grande que nubló el entendimiento de los recién llegados al poder del gobierno federal. Como la lechera de la fábula, empezaron a hacer grandes cuentas para el futuro. Estaban tan seguros de las bondades y del éxito de las reformas que calculaban tanto las inversiones millonarias que esperan como los sexenios que se quedarían en el Ejecutivo y en el Congreso. Incluso se debatía la identidad del tapado para 2018; el tono me hizo pensar que parecía como si el triunfo del PRI en 2012 nos hubiera regresado de un golpe a 1963. Sobre la reacción tan apresurada de los nuevos altos funcionarios federales, como un meteorito cayeron los crímenes de Iguala y de Ayotzinapa. Entonces se esfumaron muchas de las certezas que sostenían su arrogancia, y la incertidumbre quedó instalada en el corazón del quehacer gubernamental. Ahora deben de estarse preguntando cuánto tiempo tienen para responder al monumental desafío en que se ha convertido la violencia en México. Peor todavía, este fenómeno ha adquirido tales dimensiones y características que parece un monstruo multiforme, en el que no se distingue la cola de la cabeza. En estas condiciones es muy difícil acabar con ella, que a muchos les ha quitado la vida, y a muchos más el gusto por el país. Hoy en México la violencia criminal ha adquirido una aterradora fluidez, parece incontenible y desbordada, y por eso mismo genera una incertidumbre que mina la confianza de los ciudadanos en el gobierno, así como la confianza del gobierno en sí mismo.
La desaparición de los estudiantes guerrerenses sugiere que estamos ante un fenómeno desestructurado, incluso anárquico, y que no sabemos en realidad de dónde viene. Sabemos que las organizaciones criminales son generadoras de violencia; sin embargo, en algunas regiones del país existen otros agentes, otras fuentes de violencia cuyos nombres y caras, y hasta ocupación, se pierden en la confusión. Tal vez su motivación última es ganar dinero con el tráfico de drogas, pero cuántos otros crímenes se cometen en su nombre cuando en realidad ya no sabemos de dónde viene ni adónde va. ¿Los asesinos del hijo de Javier Sicilia forman parte del mismo tipo de organización que secuestró a los estudiantes normalistas en Guerrero? ¿A quiénes pertenecen los restos humanos que se encontraron en las siniestras fosas clandestinas de Iguala? ¿Eran estudiantes? ¿Guerrilleros? ¿Narcotraficantes? ¿Militares, marinos? Podemos hacernos las mismas preguntas a propósito de los responsables de estos crímenes. Aunque quizá habría que añadir dos categorías más: ¿quiénes cometieron esos crímenes? ¿Narcotraficantes? ¿Guardias blancas? ¿Legisladores? ¿Presidentes municipales?
Maquiavelo advirtió a su Príncipe que siempre que tomara una decisión tuviera presente la posibilidad de que ocurriera un accidente, que cada vez que tuviera que elegir una solución, una vía de acción, incorporara la posible intervención del azar en sus consideraciones. Difícilmente podemos pensar en la tragedia de Ayotzinapa o en los asesinatos de Tlatlaya como si se trataran de un accidente. No lo fueron; tampoco fueron producto del azar. No obstante, al gobierno lo tomaron por sorpresa, o al menos dio esa impresión, porque mucho era su empeño de diferenciarse del gobierno anterior. Pero francamente necesitamos saber si el Presidente y sus secretarios de Estado tienen la capacidad de investigar los crímenes y de aplicar la ley. Queremos saber si han medido la relación entre la violencia y la incertidumbre que cada día se agrava y nos agobia, porque ambas pueden bloquear, ya no digamos la convivencia social, sino la aplicación de las reformas en las que el gobierno de Peña Nieto ha cifrado su futuro. Ya sabemos que pueden negociar, pero ¿pueden gobernar?