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Michoacán Las músicas y los afrodescendientes Jorge Amós Martínez Ayala Facultad de Historia UMSNH En el Bajío, la Costa, la Meseta Tarasca y la Tierra Caliente, del territorio actual de Michoacán, el número de personas con un antecesor africano es importante; sin embargo, es imposible “cuantificar” su aporte al genotipo de los michoacanos de las diversas regiones del estado. Aunque hemos perdido la conciencia de la existencia de nuestros ascendientes sudsaharianos, o los hemos minimizado, la población afrodescendiente que ha vivido en estas tierras participó en la conformación de las diversas culturas regionales, incluidas las indígenas. En 1552 se dio una ordenanza para que ningún español, negro ni mestizo, residiera más de tres días en los pueblos de indios de la provincia de Michoacán, a menos que fueran trabajadores de los encomenderos o recolectores de tributos; pues era común que los “pasajeros” obligaran a los indígenas a mantenerlos y no les pagaran los recursos consumidos durante su estancia en el pueblo. En particular algunas comunidades pidieron mandamientos, como cuando los indígenas de Tiripetío solicitaron una disposición virreinal para que ningún español ni mestizo estuviera tres días en su pueblo; no obstante, el mestizaje entre los diversos grupos sociales que conformaban la primera sociedad novohispana comenzó rápido; en 1586, fray Alonso Ponce fue recibido en San Jerónimo Purenchécuaro, un pueblo tarasco de la rivera del lago de Pátzcuaro, con música de chirimías y trompetas, y una representación en la cual salieron dos indios, uno disfrazado de la muerte y otro como africano: “(…) diciendo muchas gracias, así a los frailes como a los indios y a la misma muerte, con la cual fue un rato jugando al quince con unos naipes viejos, y cuando no jugaba tañía una guitarra y decía donaires, hablando como negro bozal”. Nada raro, pues según informaba el obispo Medina al rey: “(…) es toda esta tierra llena de negros, mestizos y mulatos y otras gentes ocasionadas y perdidas”. En 1590 se ordenó al alcalde mayor de Michoacán que salieran de Uruapan: “(…) los muchos españoles, mestizos y mulatos solteros, que por andar vagabundos y holgazanes sin tener oficio ni beneficio viven desordenadamente dando mal ejemplo a los naturales y maltratándolos y haciéndoles otras muchas vejaciones”. Los afrodescendientes crearon familias y se quedaron en los pueblos indígenas del centro de Michoacán, algunos llegaron a formar parte del gobierno en las repúblicas de indios, la mayoría hablaba la lengua de Michoacán y tenía apellidos indígenas: como Andrés Uaruri, mulato, quien se robó a una mujer indígena del pueblo de San Andrés Tziróndaro, o María Mintzitari, mulata que se casa con el hijo del alcalde de la República de Indios de Uruapan; apellidos como Congo y Sambí se encuentran entre personas catalogadas como “indios” en los pueblos de la Meseta Tarasca en el centro de Michoacán. Al final del periodo colonial, era raro el pueblo de indios en Michoacán donde no coexistieran familias de afrodescendientes. No es de extrañarnos entonces que haya muchas danzas de “negritos” en los pueblos p’urhépecha de Michoacán, algunas de ellas sólo acompañadas con instrumentos de cuerda como la “guital tulipiti”, o guitarra de “negro” de Capácuaro. En las ciudades del Bajío la población afrodescendiente fue muy importante. Ciudades como Pátzcuaro y Valladolid tuvieron al finalizar el siglo XVIII más de un 15 por ciento de población afro, en algunas villas como Zamora incluso hubo barrios donde predominaban. Las haciendas ganaderas, tanto de ganado mayor como menor, aquellas dedicadas a la producción cerealera, y sus ranchos, tuvieron población afrodescendiente coexistiendo con “criollos” e indígenas en número casi equilibrado. Esas “negritas”, “prietitas” y “chinas” que aparecen en la lírica de los sones y canciones del Bajío, ligados con la tradición del mariachi y el fandango, son herencia de tres mundos, diría don Álvaro Ochoa. En la Tierra Caliente los afrodescendientes predominaban en los pueblos grandes, las haciendas ganaderas, los trapiches y algunas minas; incluso algunos antiguos pueblos de “indios” se transformaron en pueblos de mulatos. El caso de Pintzándaro es paradigmático pues logró su composición ante las autoridades reales. Ingenios grandes como el de Tiripetío, cerca de Tuzantla, tuvieron una numerosa población esclava que rondaba las 200 personas; por su parte, las estancias ganaderas y la recolecta de miel atraían a una gran población móvil por temporadas. La población afrodescendiente no era homogénea, procedía de diferentes áreas culturales en África y se mestizó con indígenas y europeos de procedencia disímbola, por tanto no podemos suponer que los aportes a las culturas locales puedan valorarse de manera “parecida”; aunque la mayoría fue de procedencia bantú, como lo refiere Guadalupe Chávez Carbajal. Entre las prácticas culturales más notorias están las festividades, ya sean religiosas o profanas, y en ellas no falta la música que acompaña al baile o la danza. Música y baile son campos plurales donde los aportes en ideas estéticas, rítmica, formas kinéticas y proxémicas que no toman en cuenta el color de piel de los participantes en ella, será la habilidad rítmica, de ejecución melódica o armónica la que distinga a los asistentes; por ello, en las artes performativas podemos observar una importante participación de las ideas y los principios de las diversas culturas sonoras y kinéticas al sur del Sahara. En la música sacra culta podemos encontrar una participación constante de los afrodescendientes michoacanos; si bien en una posición marginal y supeditados a formas artísticas europeas, no obstante algo debieron aportar sobre todo en las formas que imitaban a lo popular, como el villancico. En la ciudad de Valladolid los padres de la Compañía de Jesús organizaron un coro sólo con los afrodescendientes, que salían cantando El Rosario por las calles. Las cofradías de afrodescendientes en Valladolid, como la del Rosario, la Soledad y participaban con danza y música en las fiestas del Corpus Christi, la más importante para la Iglesia novohispana, en ella salía con máscaras, lanzas y escudos bailando, acompañados con músicas militares de trompetas, pífanos y tambores, o bien mediante tríos que preludian a la música “tradicional”: rabeles, arpas y vihuelas. El arpa se parece a la kora, un instrumento apreciado por los pueblos del Sahel, al sur del Sahara, donde acompaña cantos de referencia histórica y genealógica vinculados con acciones militares tocado por un músico llamado griot y acompañado por un aprendiz, quien generalmente percute la tapa de piel de esta arpa; por ello, resulta significativo que en la cuenca del río Tepalcatepec se percuta el arpa, acción asociada con la población afro de América Latina, como sucede en el Perú. El cacheteo sobre el arpa utiliza técnicas de ejecución parecidas a las desarrolladas para los tambores del Caribe por la población bantú, según refiere don Arturo Chamorro. La capilla catedralicia de Valladolid fue la más importante del occidente de México y fue pluriétnica cuando menos hasta mediados del siglo XVIII. Ya en 1580, y hasta 1630, aparece un mulato cantor, Juan Barroso, o Barraza, el primero de una larga lista de músicos afrodescendientes. La capilla musical pluriétnica llegaría a su máximo esplendor en 1720, cuando tuvo por músicos y voces a Joseph de Zamacona, morisco libre, Miguel de Villegas, chino (es decir: hijo de mulato e indígena), Agustín de Pedraza, mulato libre, cantor, quienes tocaban junto con Juan Bautista, cornetero, indio matlatzinca de Charo, y Sebastián de Ochoa, mestizo y organista; por esas fechas, los villancicos que se ejecutaban hacían referencia a las músicas y danzas populares de los afrodescendientes y sus instrumentaciones. Algunas danzas del Siglo de Oro español tienen vínculos con Michoacán; por ejemplo: la Zarabanda, cuya primera referencia en México aparece en Pátzcuaro, la Chacona (que algunos asocian con Xacona, una población cercana a Zamora), y la Guaracha, que da nombre a una hacienda cercana a Jiquilpan (y que en legua de Michoacán se traduciría como el “baile del señor”) son conocidas a por su difusión en Europa; otras danzas afronovohispanas, como el Saraguandingo y el Sanguandé aparecen mencionadas en procesos inquisitoriales o se les vincula geográficamente con Michoacán, en tanto: el Tango aparece como parte de la música tradicional en el Jarabe. La música militar fue un espacio también para los afrodescendientes; en la ciudad de Valladolid se formaron la Compañía de Granaderos Pardos y la Compañía de fusileros Pardos, la primera con 120 hombres y la segunda con 75, cada una tenía su capitán, sus dos sargentos y cuatro cabos, quienes transmitían las órdenes mediante dos tambores y dos pífanos. Existían compañías de afros en otros lugares del antiguo Michoacán como Pátzcuaro, Taretan y Ario, incluso Compañías de Lanceros Pardos en Coahuayana, encargados de cuidar las costas; algunos de ellos estuvieron encuartelados en Veracruz y Acapulco, cuando las guerras con Inglaterra dieron temor de que se ocuparan los puertos novohispanos. Producto de esas experiencias, llegó la tamborita a la música tradicional de la Tierra Caliente del Balsas, donde sus toques ricos en variantes rítmicas muestran la influencia de las músicas del África occidental, según refiere don Rolando Pérez, así como seguramente algo quedará de las músicas europeas militares que eran obligados a usar las milicias de pardos en la región. Algunas de las músicas perseguidas por la Inquisición fueron denunciadas en localidades del obispado de Michoacán o se imaginaban “creadas” por michoacanos; por ejemplo: El San Juan de Dios o Los Panaderos; otras como El Maracumbé, La Negra Planeca y La Negrita hacen referencia en su lírica a mujeres afrodescendientes. A fines del periodo colonial fueron conocidos como “sonecitos del país” y se transformaron, en el siglo XIX, en los “aires nacionales” que ahora llamamos “música tradicional” y forman parte de los patrimonios musicales del occidente de México, tienen una tienen la influencia de los abuelos que fueron traídos mediante la violencia y como esclavos a estas tierras, cuyas prácticas forman parte de las culturas regionales del estado de Michoacán. El rito de los diablos
Natalia Gabayet En los últimos días de octubre y primeros de noviembre, durante la fiesta dedicada a los muertos, se realiza la Danza de los Diablos. Cuadrillas de hombres jóvenes se visten de vaqueros y de muertos. Las ropas de muerto son hechas de hilachas oscuras, con polvo por el paso del tiempo y las jornadas bajo tierra. Los cuernos y la piel de venado cubren sus rostros, las barbas de crin de caballo caen largas, negras cuando es diablo nuevo, blancas si es diablo viejo. El Tenango o Diablo Mayor, poderoso y violento, trae un fuete y con eso trae a raya a los demás, es el más viejo y quizá desde niño ha estado en la danza. Hasta 24 danzantes forman filas y círculos; agachados, zapatean con fuerza y hacen vibrar la tierra, los brazos están caídos, se bambolean. Todo su poder está en hacer retumbar la tierra, hacer polvaredas frente a cada casa donde van a bailar a cambio de ofrenda. Los diablos bailan con la Minga (hombre vestido de mujer), una madre voluptuosa que carga una niña, de preferencia una muñeca encuerada y maltrecha, pues la Minga es mala madre. Siempre coqueta, seduce y avienta nalga al público, busca padre para su “nene” y acaba revolcándose con los diablos, sus hijos, en el polvo de la tierra. La Danza de los Diablos forma parte del ceremonial conmemorativo a los muertos. Es una fiesta de origen colonial, que llegó junto con la población negra de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, quienes fueron traídos principalmente para mano de obra de las haciendas de ganado y algodón. Desde Río Grande, en el municipio Villa de Tututepec, en la costa oaxaqueña, hasta Tenango, en el municipio de Azoyú, hacia el norte, esta danza rememora un pasado ganadero. Ese pasado en que las figuras de caporales, capataces y vaqueros calzaban chaparreras y utilizaban el fuete a la vez que la trompeta y campanas en el acarreo del ganado salvaje que pastoreaba en los llanos costeros, hasta agruparlo para realizar la travesía que cruzaba la Sierra Madre del sur y llegaba al altiplano para ser vendido. Los diablos utilizan estos artefactos para definir un ideal masculino basado en el estereotipo del vaquero, valiente y fuerte. Pero también es una memoria histórica, que se convierte en una memoria ritual, pues posibilita el traslado de estos extraños seres, gracias a la fiesta, hasta este mundo y hasta nuestros días. Entre el indígena colonial, tributario sometido y el hacendado blanco, dueño de la tierra, la población negra fue una casta intermedia. Traídos de lugares distintos de África y las Antillas, con lenguas y culturas distintas, les fue imposible recrear una cultura negra de rasgos africanos, como se dio en grados distintos en otras regiones de Afroamérica. Como vaqueros y nahuales, entre otros rasgos culturales, crearon una cultura singular; tomaron prestados elementos de algunas tradiciones indígenas y del catolicismo y los hicieron suyos –con imaginación y gozo– traduciendo el dolor de la dominación y el destierro. No es casual que la celebración a sus ancestros sea por medio de la figura del vaquero, pero además de un diablo vaquero. Si leemos un poco más allá, podremos entender la acción ritual, que conjuga gestos y palabras, significados explícitos y profundos. Se dice de los diablos que son muertos en reposo, custodian a los parientes muertos en su visita anual a la casa de los vivos. Pero los diablos son muertos que reviven para hacer travesuras, roban, fornican, manosean... Y hacen gala de un uso de la palabra, por la vía de los versos, en los que muestran una destreza en la rima y el doble sentido. Provocan que la danza sea llamada “el juego de los diablos”. Un juego para reír de lo prohibido: una madre adúltera e incestuosa, un padre violento y mandón, una recua de diablos que van sembrando el miedo y la risa, en esa gloriosa mezcla que nunca se olvida. Donde el cuerpo goza y la libertad reina. Se pone en escena una serie de actos de algún modo reprobables, todo lo que no debe hacer un buen católico, como si leyeran el código de buena conducta dictado desde la Iglesia en la época colonial, en que la Inquisición castigaba estos hechos como actos de asociación con el diablo. Así, podemos leer la danza como un gran código moral, pero que también refleja la satanización de la otredad cultural llevada a cabo por la Iglesia católica y reflexionada desde el ritual por la población negra de la Costa Chica.
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