Para acallar el silencio: nombrar,
nombrarse: una lucha contra la exclusión
Claudia Reyes Bobadilla y Mauricio González González ENAH
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El sol arreciaba en Cacalote, Oaxaca; Sonia se levantó de su asiento, altiva, y con voz firme comenzó a decir: “Nos asumimos como negros y es con cariño. Nos pueden decir negros pero depende quién y el tono con que lo digan”. Esta aclaración no sobra cuando la palabra negro ha sido privilegiada por el racismo y la discriminación, mas Sonia nos hace ver que no todo lo negro es obscuro. En México se ha impulsado el uso del término “afrodescendiente” para referirse a personas de origen africano con la intención de visibilizar su antecedente histórico de esclavitud y sus aportes culturales, dejando de lado cualquier implicación racial como el fenotipo y color de piel. Hoy día afrodescendiente es usado por numerosos académicos e instituciones gubernamentales, así como por algunas organizaciones de la sociedad civil, tanto en foros de carácter cívico-político, como para la gestión de proyectos o emblema de autoadscripción identitaria.
Por otro lado, hay quienes reivindican una mayor especificidad en la nominación, promoviendo el término “afromexicano” para dar cuenta de que no sólo tienen ascendencia africana, sino que también se participa del Estado-nación. Este término, si bien es utilizado por algunos académicos e investigadores, mayormente se registra entre algunas organizaciones sociales.
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Dar nombre es ocupar un lugar, existir. Este pueblo ha revindicado su pertenencia a la nación desde una diferencia que no es étnica, aunque también implica un bagaje y aporte cultural que ha enriquecido la diversidad de México. No son pocos los esfuerzos por visibilizarse y con ello negar la exclusión a la que han sido sujetos. Las estrategias van desde la creación de organizaciones de base, hasta producción de conocimiento e investigación, pasando por foros y eventos locales, regionales e internacionales, así como la participación en espacios de gobierno local y municipal.
En las dos décadas recientes la auto adscripción ha sido uno de los elementos que acompañan el paradigma de autodeterminación de los pueblos. Quién nombra, cómo se nombra y dónde se ocupa dicha nominación deja de ser una cualidad cultural más para revelar un proyecto político donde se revindica la diferencia y el ejercicio de derechos colectivos.
Hace unos meses, en un foro latinoamericano celebrado en Uruguay, un connotado investigador recibió una pregunta que lo dejó perplejo: “¿usted cree que determinar un porcentaje de negros en el gobierno sería una diferencia concreta sobre las formas eurocéntricas de exclusión o podría reinstaurar una forma racista de inclusión?”. El ponente, cauteloso, respondió: “¿cómo? No entendí su pregunta, ¿me puede ayudar un poco más?”. La persona que hizo la intervención ahondó un poco sobre la discriminación positiva y la dificultad de cómo integrar a la población negra adecuadamente en los gobiernos latinoamericanos. La respuesta fue enérgica: “Si usted cree que yo soy racista, pongo a su disposición toda mi obra para que haga el escrutinio necesario y encuentre una sola ocasión el uso del término negro. Yo no soy un racista, si usted piensa lo contrario le suplico que vaya con uno de los psicoanalistas aquí presentes”. La audiencia se quedó estupefacta.
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De inmediato comenzaron los rumores; uno de los asistentes se levantó evidentemente molesto y dijo con voz firme: “si el ponente no pide una disculpa pública ahora mismo, se tiene que retirar”. En el momento nadie tenía presente que el interpelado en cuestión había producido toda su obra en los Estados Unidos, un país que ha combatido el término “negro” (niger) por su uso racista. La situación evidenció el corto circuito en la comunicación cuando el racismo es aún una forma de relación cuya sombra se arrastra históricamente. Si bien el evento no reventó las aspiraciones decoloniales de todos los presentes, dejó a corazón abierto la dificultad de cómo hablar del otro sin que ello sea, incluso involuntariamente, una nueva forma de negación.
En antropología es común ocupar los términos vernáculos para dar a ver cómo los propios pueblos se identifican. Esta fórmula se ve limitada cuando en comunidad se escucha “nosotros los costeños”, “morenos”, “¿qué pasó, mi negra?”, “ven, negra choca”; “sí, somos negros pero también mexicanos”… Convencionalmente, la identidad suele pensarse a partir de una sola nominación, los pueblos afros lo que nos muestran es que ese principio no pueden regir las formas de convivencia cotidiana y mucho menos de acción política, pues mantienen estrategias diversas. La búsqueda del reconocimiento no es sólo por la exclusión histórica en la que fueron sumergidos, tiene que ver con las condiciones actuales en las que viven, en progresiva pauperización, al margen de una sociedad que ha abrevado de ellos y que hoy les debe reciprocidad.
Afrodescendientes en México
María Elisa Velázquez Gutiérrez Investigadora del INAH, y presidenta del Comité Científico del Proyecto Internacional La Ruta del Eslcavo: Resistencia, Libertad y Patrimonio, UNESCO
En casi todo el territorio mexicano podemos identificar la presencia de la población de origen africano; incluso en ciudades tan grandes y complejas como la capital de México podríamos distinguir, si miráramos con atención, rasgos físicos que recuerdan que en el pasado miles de africanos y africanas formaron parte de nuestra sociedad. Sin embargo, poblaciones en regiones de Guerrero, Oaxaca, Morelos, Michoacán, Guanajuato, Tabasco y Veracruz, por diversas causas históricas, conservan rasgos físicos y culturales de origen africano mucho más notables que en otros territorios de México. La historia de las personas africanas y afrodescendientes que formaron parte y contribuyeron económica, social y culturalmente a la construcción de la sociedad mexicana ha sido negada y menospreciada por la historia oficial.
En 1946 el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán realizó el primer estudio sistemático de la población afrodescendiente en México. A partir de entonces y en particular en los 20 años recientes, investigaciones históricas y antropológicas han demostrado la importancia de la población de origen africano en México, especialmente en el periodo virreinal, pero también en los siglos XIX y XX.
Los estudios dan testimonio de que un número significativo de hombres, mujeres y niños de diferentes culturas de África, alrededor de 250 mil, arribaron de manera forzada a la Nueva España. Trabajaron, como esclavos y libres, en la minería, las haciendas agrícolas y ganaderas, los talleres artesanales, las actividades de los puertos y el servicio doméstico. Estas investigaciones han ofrecido datos sobre las culturas de origen de las y los africanos, de las características de las relaciones familiares y domésticas que establecieron, de la convivencia y el mestizaje con otros grupos, de las posibilidades de movilidad económica y social a las que tuvieron acceso, de las formas en que obtuvieron la libertad, de los movimientos de resistencia, así como de la destacada participación y contribución de las mujeres y las y los niños de origen africano en el México virreinal.
Durante varios periodos y en muchas regiones, las personas africanas y afrodescendientes fueron el segundo grupo numérico después de las poblaciones indígenas; es importante hacer notar que en muchas ciudades como la de México, las mujeres de origen africano fueron numéricamente más significativas que los varones, desempeñando trabajos en el servicio doméstico, talleres artesanales y el comercio. En muchas ocasiones fueron ellas las que lucharon por conseguir la libertad de sus hijos haciendo uso de los derechos que la ley les otorgaba en aquella época ante los tribunales. Es importante señalar que la esclavitud se heredaba por medio del vientre materno, así que los hombres esclavizados podían unirse con mujeres libres y tener hijos libres, mientras que las mujeres esclavizadas heredaban a sus hijos la condición de esclavitud.
A lo largo del siglo XIX los y las afrodescendientes siguieron formando parte sustantiva de la sociedad mexicana en la mayoría de los estados del territorio, sobre todo en Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Morelos, Veracruz, Guanajuato, San Luis Potosí, Tamaulipas, Zacatecas, Jalisco y la Ciudad de México. Sobre su situación en este periodo existen menos trabajos históricos, entre otras razones porque al abolirse la esclavitud y el uso de distinciones por castas o calidades a partir de la Independencia, ha sido difícil para las y los historiadores identificarlos en las fuentes documentales. Sin embargo, sabemos que durante este siglo las ideologías racistas se desarrollaron en México y las poblaciones afrodescendientes comenzaron a ser invisiblizadas de una manera importante en la historia. Algunos estudios han hecho énfasis en la vida de afrodescendientes destacados en la historia de México como Juan Correa, Yanga, José María Morelos y Pavón y Vicente Guerrero, entre otros, aunque falta mucho por investigar sobre biografías de mujeres y niños afrodescendientes.
Por su parte, los estudios antropológicos han subrayado las características singulares y específicas de las comunidades afrodescendientes contemporáneas en los estados de Guerrero y Oaxaca, de los mascogos en Coahuila y de poblaciones de origen africano de Veracruz. No obstante, son necesarias investigaciones etnográficas sobre estas regiones y que además de observar las manifestaciones culturales y la organización social, realicen análisis y diagnósticos sobre problemáticas de racismo, de la situación de las mujeres afrodescendientes, del impacto de la migración, las carencias de servicios de salud y educación y la relación entre racismo y pobreza, entre otras muchas.
A pesar de avances en la investigación, la historia oficial no ha reconocido la presencia, participación y las contribuciones de los africanos y afrodescendientes en México. En los libros de texto sólo aparecen algunas menciones sobre el tema, en los museos nacionales y regionales no existen exposiciones o alusiones a la importancia de los africanos y afrodescendientes en la formación de la sociedad en México, y en general existe una ignorancia total sobre el tema.
Negar la historia de las personas provenientes de África y por ende, de las y los afrodescendientes en México, es negar la pluriculturalidad que caracteriza a las y los mexicanos y que ha sido reconocida por el Estado; además, atenta contra el derecho de éstos a conocer y entender su pasado, lo que repercute en problemas de identidad cultural. La ignorancia y el desconocimiento de sus orígenes se traducen en situaciones de marginación, discriminación y violencia, ya que el rechazo por expresiones de racismo, la falta de programas destinados a su mejoramiento económico y ser excluidos de la historia mexicana ha orillado a buscar alternativas de reivindicación social y económica.
Es importante recordar que el reconocimiento de la historia y de la identidad cultural coadyuva en la coexistencia pacífica entre grupos y el respeto a las diferencias. En los años recientes, instituciones del Estado han comenzado a poner atención en el tema y deben reconocerse los esfuerzos de organismos como el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) y del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), así como las iniciativas de los gobiernos de los estados de Guerrero y Oaxaca que los han reconocido en sus Constituciones. Sin embargo, queda mucho por hacer; esperamos que el Decenio Internacional de las Personas Afrodescendientes, promulgado por la ONU, que comienza en enero de 2015, sirva como marco para la realización de programas, estrategias y acciones concretas para el reconocimiento y la elaboración de políticas públicas en favor de las poblaciones y comunidades afrodescendientes de México.
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