uve la suerte de asistir a la pre inauguración de la suntuosa exposición titulada Mayas: révélation d’un temps sans fin en el Museo Quai Branly, sin duda el lugar ideal en París para alojar las casi 400 piezas provenientes de esta civilización tan enigmática como visionaria.
Cabe recordar que este Museo de las artes primeras, là où dialoguent les cultures, fue ideado por Jacques Chirac a causa de su pasión por artes distintas a las de Occidente. El entonces presidente de Francia recibió el apoyo y los consejos de Claude Lévi-Strauss. En este lugar, hace pocos años, ya había sido acogida una exposición de piezas prehispánicas. Desde su fundación, el museo mantiene lazos estrechos con las instituciones culturales mexicanas, de lo cual se felicita Stéphane Martin, presidente del museo, lo cual me confirma Teresa Franco, directora del Instituto Nacional de Antropología e Historia, presente en la apertura.
Construido por el arquitecto Jean Nouvel, su diseño tuvo el objetivo de iniciar al visitante en una nueva reflexión. Una larga y sinuosa rampa, sumida en la penumbra del inframundo, da acceso al mundo cósmico, celeste, donde nacen luz, figuras, palabra. La construcción se levanta en medio de un bosque sembrado de plantas traídas de las más distintas regiones del planeta.
Para una exposición maya, civilización erigida en planicies rodeadas por la jungla, cuando no en su centro, ningún sitio más adecuado para presentarla en París. Se comprende mejor, si ello es posible, la cosmogonía de estas culturas: su sincretismo con el mundo animal y vegetal plasmado en esculturas donde hombres y mujeres tienen cabezas de jaguar o águila, plumas, alas, ramas y hojas. Para los mayas, los dioses se alojaban por igual en los animales, las plantas y los seres humanos. De ellos brotaba la emanación divina que los unía al universo en un panteísmo cotidiano donde no había diferencias ni jerarquías.
La riqueza de las esculturas expuestas ahora en Francia (de donde irá después a Inglaterra, luego de sus anteriores presentaciones en la ciudad de México y en Sao Paulo) maravilla a quienes tienen el júbilo de contemplar las casi 400 obras maestras seleccionadas en más de 40 museos y yacimientos mayas de México. La comisaria, Mercedes de la Garza, me sorprende cuando me dice que les bastaron siete o nueve meses para reunir estas piezas. Uno de los cinco o seis arqueólogos que contribuyeron en esta inmensa tarea me confirma ese tiempo, para mí, récord. Claro que hubiesen podido responderme, como lo hizo Picasso a una mujer que le preguntaba cuánto tempo le llevó pintar tal cuadro: tres días de elaboración y cincuenta años de experiencia
.
Máscaras funerarias cubiertas de jade: el destino del difunto en el más allá no depende de su conducta en vida sino de la forma de su muerte determinada por los dioses. Atlantes y otras obras que pesan toneladas. Tesoros que, acompañados de los últimos descubrimientos arqueológicos, permiten entender el legado de los mayas
, escriben los presentadores.
Creo, más bien, que estos misterios despiertan nuevos enigmas. Su escritura nunca descifrada –a pesar de todos los esfuerzos de expertos para tratar de leer los signos e interpretar su significado–, el doble abandono de sus ciudades, cosquillea el asombro de las más altas inteligencias.
En el título de esta exposición se habla de un tiempo sin fin, evocación del más grande poema en español del siglo XX, Muerte sin fin de Gorostiza. Tiempo cíclico, tratan de explicar los arqueólogos. Acaso habría que recordar a Toynbee cuando habla de los tres tipos de civilizaciones, según su concepción del tiempo: circular (en China), progresivo (nacido en Grecia), el vaivén de un tiempo que se columpia (la diáspora). Del tiempo en América, Toynbee se pregunta si no obedece a otras manecillas. Más aceleradas, acaso.
Apariciones y desapariciones que se suceden, súbitas. A semejanza de las civilizaciones mayas.