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La gran decisión
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odo sucedió en octubre. Después de la toma de Guanajuato el ejército insurgente no podía sino crecer. En la opulenta capital del Bajío había obtenido abundantes granos y víveres que aseguraban su manutención, pertrechos de guerra que les permitía medio armarse y metales preciosos para lo que se ofreciera. Al salir de allí rumbo a Valladolid, los levantados con el cura Miguel Hidalgo asemejaban una gran peregrinación. Contagiados, al ver esa actitud soberana, se les sumaban cientos en cada pueblo que pasaban. Pero entre los líderes del movimiento ya se comenzaban a vislumbrar agrias discusiones. Ignacio Allende, por ejemplo, comenzó a apremiar a Hidalgo para tratar de crear algún orden y concierto entre la muchedumbre enfebrecida.

Sea por el temor causado por las noticias de Guanajuato, sea porque Miguel Hidalgo era considerado un hijo de la tierra, la entrada a Valladolid fue un verdadero acontecimiento festivo. Los miles de labriegos, esclavos, mozos de campo, vaqueros, indígenas, negros y mulatos fueron vitoreados por las calles. Allí el cura de Dolores se enteró de la excomunión que su querido amigo Manuel Abad y Queipo había decretado contra él. El dolor por la amistad perdida rápidamente se tornó en enojo. La jerarquía eclesiástica que quedaba en la ciudad enseguida desconoció y levantó la excomunión.

Mientras esto sucedía Allende trataba de evitar los excesos del saqueo y, para mostrar que iba en serio, disparó metralla de cañón sobre cientos de insurgentes que ya se habían lanzado sobre algunas casas de españoles. A un viejo compañero de estudios que le preguntó qué buscaba con esa revolución Miguel Hidalgo respondió: Me es más fácil decir lo que habría querido que fuese, que decirte lo que es. Realmente yo mismo ni lo entiendo. Pero como tuvo noticias de que el ejército realista comenzaba a organizarse por los rumbos del norte bajo las órdenes de Félix María Calleja, decidió dirigirse a la capital del virreinato de la Nueva España.

Cuando llegaron a Acámbaro nadie lo podía creer. La fuerza insurgente ya sumaba más de 80 mil personas. Allí los cabecillas trataron de ungirse con toda la parafernalia de la lógica castrense y buscaron, si no organizarse cabalmente, al menos asemejar un ejército. De la noche a la mañana don Miguel Hidalgo apareció vestido de casaca azul con bordados de oro y plata y una guadalupana al pecho: ya había sido proclamado generalísimo y había que parecerlo. Así arropado nombró a Ignacio Allende capitán general, a Juan Aldama, Mariano Balleza y Mariano Jiménez tenientes generales, José Mariano Abasolo recibió la espada de mariscal de campo y 80 de los jefes –uno para cada mil hombres– fueron nombrados coroneles. Medio organizados de esa forma marcharon sobre la ciudad de México.

Así llegaron al monte de las Cruces el 30 de octubre de 1810. En ese paraje lleno de pinos y oyameles se acabó el paseo del ejército insurgente y se libró la primera verdadera batalla. La tropa del ejército realista sumaba unos 2 mil soldados contando los de a pie y los de a caballo. Su única ventaja eran algunas piezas de artillería. Poco antes del mediodía comenzó la desigual batalla. A las cinco de la tarde el bando virreinal había perdido la tercera parte de sus hombres y se encontraba rodeado. A sangre y fuego se abrieron paso y lograron huir hasta las lomas de Santa Fe, donde ya dejaron de perseguirlos.

A partir de allí a los insurgentes sólo les quedaba el asalto final a la ciudad de México, la sede del poder virreinal, la orgullosa capital de los palacios que por esos tiempos contaba con 200 mil habitantes y que esa tarde se preparaban para lo peor. En el cerro de las Cruces, por la noche, se oyeron fuertes discusiones entre los jefes. Aldama, Jiménez y Allende le reclamaban airadamente a Miguel Hidalgo, pero nada lograron. Le decisión estaba tomada. Sorpresivamente se daba marcha atrás. El ejército insurgente se retiraba. ¿Qué pasó? ¿Cuáles fueron los motivos de Hidalgo para tomar tal determinación? Nada se sabe hasta hoy.

Al despuntar el alba, Hidalgo quizá le explicó todo al mozo que le ensillaba su caballo para emprender el viaje de regreso a las tierras de occidente. Quizás a ese joven taciturno sí le dijo que temía que se repitieran la matanza y los saqueos de Guanajuato, pues miles de soldados insurgentes ya viajaban con costales vacíos para lo que pudiera ofrecerse en la ciudad. Quizá también le dijo que lo desconcertó la desbandada de los insurgentes ante el desconocido ruido de la metralla. O le confió lo que muchos campesinos del ejército insurgente le confesaron en los últimos días: deseaban regresar a su terruño a organizar las cosechas de sus parcelas. Pero también le pudo haber contado las noticias que ya tenía de cierto: el ejército de Calleja se acercaba a marchas forzadas para enfrentarlos y no quería poner en riesgo a tanto inocente que se había unido a su lucha sin saber a ciencia cierta la razón. Lo más seguro es que fue la mezcla de todas esas cosas la que llevó a Miguel Hidalgo a tomar tan grande y tan desajustada decisión. La guerra por la independencia tomó así otros derroteros.

twitter: @cesar_moheno