De amor
a lo hemos afirmado otras veces en este espacio: el ser humano no existe fuera de la sociedad, pero, ¿qué es sociedad? ¿La que define Aristóteles como el producto del animal político que es el hombre?, ¿la asociación de los hombres por un sentimiento de dolor y temor (Epicuro) o el Leviatán de individuos libres y conscientes para impedir su mutuo y natural aniquilamiento (Hobbes) o el contrato social resultado del paso de un estado natural primitivo sin perversión ni vicios, a un estadio de amor a sí mismo y de piedad o amor al otro, para poder sobrevivir, como escribe Rousseau?
En un intento personal de definirla, digamos que si los primates son gregarios bajo distintos esquemas y manifiestan emociones como la rivalidad, el enojo o la ternura, sus vínculos terminan al alcanzar su madurez los hijos, la solidaridad entre ellos se limita a los recursos de su medio y su interdependencia se somete al liderazgo de una hembra o un macho procreadores; mientras que en la sociedad humana la protección es mutua, la solidaridad mueve al grupo en busca de nuevos recursos y la interdependencia da un papel a todos, de modo que su agregación permite la inserción y adaptación en el medio natural en tanto que grupo, todo lo que indica una evolución del cerebro paralela al desarrollo de sentimientos. En otras palabras y sin contradecir a Marx, no fue sólo el ejercicio de las manos en la consecución de los alimentos y el abrigo lo que desarrolló el cerebro, pues la inteligencia no es solamente racionalidad, sino sentimientos que aparecen y crecen en el contacto con la otredad. Un ejemplo de ello es la memoria (sólo se recuerda lo que toca a la emoción) y otro ejemplo pero en contrario es el autismo.
Es tan imposible imaginar que lo humano de la humanidad se forjó sin amor –con sus contrapartes de rivalidad y odio– como creer que el pecado original fue la relación procreadora; así como es imposible ignorar que todos los sistemas de pensamiento se sustentan en una ética del amor hacia la otredad, que sea la naturaleza, los demás humanos o lo divino. Y esto aunque la palabra amor a muchos les resulte inapropiada en un texto antropológico que no se concrete a la sexualidad. Pues desde los griegos, el amor es definido por su objeto: agape, eros, filia, storge o xenia, y hoy día como una serie de sentimientos diferentes; cuando podría ser definida como el sentimiento que constituye lo humano: la argamasa que convirtió el instinto de supervivencia gregario en grupos sociales y cultura.
Sí. Queremos decirlo en voz alta: amor y alimentación son las dos caras del derecho, no sólo a la supervivencia, sino a la vida de la sociedad y por ende de cada individuo presente y futuro. Pues la alimentación con amor construye al individuo afectiva y culturalmente como parte de un grupo social y de un entorno natural, los que se le presentan armónicos entre sí y por lo mismo armónicos con su propio ser. Por ello, las cocinas propias a cada cultura como asociación de olores, sabores, texturas, imágenes y hasta sonidos, por haber sido y ser ofrecidos y recibidos desde la infancia, en familia y en colectividad, devuelven al individuo un sentimiento de seguridad y confianza que es buscado y reencontrado cuando ingiere los alimentos de la propia tradición. Y por lo mismo, la comida tradicional es un elemento más poderoso de identidad que la lengua materna, ya que el emigrante puede permitirse olvidar la última para adaptarse a otra cultura, mientras que durante generaciones en un medio extranjero buscará reproducir los sabores familiares.
Pero a la falta de amor y respeto por lo humano culturalmente diferente, unió el llamado Occidente la falta de amor y respeto por la naturaleza, la que percibe como una cosa útil de la que puede obtener una ganancia particular (no un beneficio general) así sea transformándola en su opuesto (desertificación, calentamiento, sismos por pruebas nucleares o fracking, etcétera.) No sería raro que la palabra amor en un texto como el presente pueda resultar ridícula en nuestro medio intelectual. Sin embargo, cada lector tendrá un ejemplo personal de la relación intrínseca entre comida y amor, es decir, tendrá un argumento para defender el derecho a la alimentación como un derecho inalienable al amor de los productores por su tierra y sus aguas, de los consumidores a sus sabores y saberes, de las nuevas generaciones a sus tradiciones y de los viejos a nuestra memoria olfativa y gustativa.
Esperemos que la ley sobre el derecho a la alimentación que se discutirá en las Cámaras en estas semanas tome en cuenta este alegato que no tiene nada de retórico.