urante los 40 años que llevo en París, las recepciones del embajador mexicano en Francia más lucidas han sido, desde mi subjetivo punto de vista, las de Carlos Fuentes. A ellas asistía le tout Paris de escritores, artistas, intelectuales. La agenda telefónica de Fuentes era una caverna de Alí Babá de las relaciones artísticas y mundanas, de la cual él poseía el Ábrete Sésamo
para invitar la intelligentsia parisiense, es decir, si no siempre los más altos espíritus, sí los más vistosos y brillantes moradores de París, fuesen oriundos de la capital o llegados de otros países. No faltaban tampoco los empresarios, hombres de negocios, atraídos por la constelación de artistas, curiosos de ver en persona y acaso incluso poder platicar con Cortázar, Alechinsky, Vargas Llosa, Antonio o Carlos Saura, Buñuel, García Márquez, Semprún, María Félix (antes de la publicación de Cumpleaños, que los disputaría a vida), Guadalupe Marín, creadores de moda, Evtushenko, Françoise Giroud, Soriano, Carmen Parra, Gironella, cantantes de ópera o de chansonettes a la moda, Claude Gallimard, Carpentier, Wifredo Lam, Kundera.
Sus recepciones, sus fiestas, sus cenas, eran a su imagen y semejanza. Fastuosas, centelleantes, ligeras, seductoras, con ese je ne sais pas quoi del savoir faire. Sin caer en el ridículo, caída vertiginosa cuando no se posee carisma, ese charme y ese estilo que sobraban a nuestro escritor embajador, Carlos Fuentes recibía a sus invitados, de pie, en lo alto de la escalinata de la residencia oficial, trajeado con un frac de cola de pingüino que sólo él era capaz de vestir con elegancia y holgura. Anunciados por un ujier, también con levita de faldones, los selectos convidados tenían medio minuto para presentar sus homenajes al embajador y a su esposa: Silvia Lemus, vestida de largo con un modelo de alta costura, completaba el cuadro idílico de una pareja salida de las páginas del Gran Gatsby o de Vogue. No sin un dejo nostálgico de la corte de los Valois donde reinaban galantería e ingenio, Carlos y Silvia flotaban, me hizo ver Sergio Pitol con su mordacidad habitual. Liberados de la fuerza de gravedad, en efecto, los Fuentes levitaban por encima de los simples mortales.
Con la renuncia de Fuentes y la llegada de Flores de la Peña a la embajada en Francia, terminaron protocolo, galantería, fracs, fasto y, poco a poco, incluso ujieres. Los embajadores se han sucedido. Hay quienes llevaron a cabo labores importantes: Tello, el ingreso a la OCDE; Carpizo, la creación de la Sociedad de Amigos franceses de México; Sandra Fuentes, la promoción de intercambios comerciales; Icaza, quien supo responder a la humillante posición que Francia quería imponer a México cuando el escándalo de la francesa arrestada en México. Embajadores que se limitaron al statu quo. Por desgracia, también quienes no sólo no hicieron nada, sino que destruyeron instituciones como la revista de la embajada, Connaisance du Mexique, dirigida por otra institución, Elena de la Souchère.
Con los años, las cosas cambian. Pero hay un sentimiento inalterable, idéntico: la emoción de los mexicanos. Las celebraciones han cambiado de lugar: Maison de l’Amérique Latine, Cité Universitaire, grandes espacios alquilados donde el embajador da el grito en París. La emoción que se pinta en los rostros, al oír el himno interpretado por mariachis, es multiplicada por la nostalgia. La identidad mexicana parece cristalizarse en el extranjero durante estas fiestas, celebradas este año en brillantes y sucesivas recepciones en la embajada, la Unesco y la sede de la OCDE. Sin duda, la inteligencia y el dinamismo del actual embajador, Agustín García López (quien tuvo la fulgurante idea de transformar el patio en lugar de fiesta para los fumadores), ha reanimado este centelleo de antaño, al cual contribuyeron Porfirio Thierry Muñoz Ledo en la Unesco y los embajadores ante la OCDE, al festejar la Independencia de México junto con la de Chile.