l movimiento de 1968 fue desarticulado con la violencia que terminó cebándose en Tlaltelolco. Sus principales dirigentes fueron arrestados o llevados al exilio construyéndose uno de los más graves remedos judiciales en los juicios en los cuales fueron inculpados. Sin embargo el régimen autoritario no pudo derrotarlo ni política ni culturalmente.
Octavio Paz lo plantea en Posdata (1970) al señalar que “el movimiento fue reformista y democrático…Todas estas peticiones [de su pliego] se resumían en una palabra que fue el eje del movimiento y el secreto de su instantáneo poder de seducción sobre la conciencia popular: democratización”.
Por mi parte propongo la siguiente caracterización del movimiento estudiantil de 1968: se trata de un movimiento anti-autoritario sobre todo contra la institución presidencial; de matriz liberal particularmente contra los abusos del poder. No se trata de un movimiento revolucionario en el sentido que se plantee la toma del poder por medios violentos, aunque su palabra escrita está impregnada de fraseología incendiaria de origen marxista o libertario –esta disfuncionalidad entre el lenguaje publicado y el verdadero estado de ánimo del movimiento mismo, fue subrayada con enorme perspicacia por Monsiváis en su texto sobre el 68, cuarenta años después: La tradición de la resistencia (Era, 2008).
Pero tampoco se plantea el tema del acceso pacífico al poder, es decir, del tránsito de un régimen de partido hegemónico a un sistema de partidos competitivos.
A pesar de la represión, en los 10 años posteriores al movimiento de 1968 se generaron al menos dos tipos de movilizaciones. Un activismo que contribuyó a expandir una amplia ola de movilizaciones obreras, campesinas y urbano-populares a lo largo de los setentas y ochentas. La otra consecuencia inspirada por el 68 fue una también vasta movilización de ideas. De hecho los setentas dieron origen a una cantidad enorme de estudios, libros, crónicas, novelas y poemas; de autores de muy diversas visiones ideológicas y políticas, pero articulados alrededor de un tema toral: la desmitificación de la ideología de la Revolución Mexicana.
El legado del Movimiento es uno principalmente: el ejercicio de la ciudadanía, como lo plantea Guevara (2004) y lo resume Monsiváis: En 1968 se inicia, con otro nombre, la comprensión de la diversidad, y emerge también el concepto de ciudadanía, muy probablemente confuso, pero ya en vías de ser uno de los grandes legados del Movimiento
(2008).
Mas importante, a mi juicio, el movimiento de 1968 puso en juego dos ideas de la modernización, ese sueño mexicano que cíclicamente atrapa la imaginación de las elites mexicanas desde hace varios siglos y que se expresa en un afán profundamente excluyente revestido de una idea central: hay que eliminar lo anacrónico. En cada generación las elites han definido como anacrónico, lo distinto, lo diferente a lo que éstas aspiran a ser.
Para la sociedad en cambio la modernización ha significado a lo largo del tiempo otra idea central: progreso y movilidad social. De ahí la importancia en su escala de valores de la educación y del empleo.
El 1968 desveló en el comportamiento histérico del régimen autoritario, dos deformaciones de las elites mexicanas sobre la modernización. Una entiende modernizar como modernizar lo que se dice –de ahí la obsesión con cambiar leyes y el enorme peso de la retórica y de la hipérbole en sus narrativas–, aunque no se cambie lo que se hace –que sería la verdadera prueba de ácido de las modernizaciones.
Otra es una contradicción en los términos: agentes pre-modernos con métodos pre-modernos –incluidos los garrotazos y la represión– queriendo promover modernizaciones. No hay nada más pre moderno que la ausencia de transparencia, de rendición de cuentas y de propósitos inclusivos contrarios a la búsqueda pre moderna del privilegio y la impunidad.
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