uanajuato era el corazón de la Nueva España. Sus cultivos de maíz, trigo y cebada asemejaban al mar cuando el viento los movía. Los verdes pastizales hacían las delicias del ganado de carga y de engorda. Cuando en 1803 Alexander von Humboldt viajó por esos lares, el paisaje le hizo recordar los más atractivos campos de Francia
. Siempre fue el cruce de caminos entre el norte ganadero y minero por un lado, y la riqueza agraria y la fuerza burocrática del altiplano central por el otro. Sólo la producción de plata de la mina La valenciana le daba lustre a todo el territorio virreinal.
En ese 1810 Guanajuato era también el más intenso crisol del mestizaje. Por sus estrechas calles se apretujaban negros, indígenas, la más amplia combinación de productos del intercambio de sangres, muchos criollos y muy pocos españoles. Estos peninsulares tenían el control del gobierno civil y del militar, a ellos pertenecían haciendas y minas y, por si fuera poco, casi monopolizaban las actividades del comercio.
A este lugar donde el color más oscuro o más claro de la piel significó durante casi tres siglos el lugar de los individuos en la sociedad se dirigió la muchedumbre que guiaba Miguel Hidalgo desde el 16 de septiembre de 1810. Ya habían pasado por Celaya después de dejar San Miguel el Grande. Al paso de la multitud huracanada por rancherías, por caminos, por pueblitos, se sumaban hombres hechos y derechos, mujeres con enseres de cocina, niños y jóvenes labriegos, jornaleros indígenas. Unos pocos iban a caballo, todos los demás a pie, prácticamente sin armas. A los 10 días de las primeras vivas a la Virgen de Guadalupe y de los primeros mueras al mal gobierno, Hidalgo encabezaba un verdadero levantamiento popular. Así fue que se juntaron como 20 mil vociferantes hombres y mujeres que se acercaban a Guanajuato, la ciudad que casi todos ellos consideraban la capital del mundo
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Allí los esperaba para defender la ciudad, sede del poderío minero novohispano, el intendente Juan Antonio Riaño. Era el viejo amigo personal de Miguel Hidalgo, aquel militar ilustrado y liberal con el que, en el Valladolid de su juventud, compartía las ideas sobre la necesidad de encontrar formas libertarias y comunitarias de ejercer el poder político. Cuando Riaño recibió la carta que Hidalgo le envió para pedirle que huyera con su familia, el mutuo cariño amistoso le hizo sonreír y el honor militar le hizo responder que se mantenía en la ciudad para cumplir con su deber.
La Alhóndiga de Granaditas era el orgullo de los peninsulares guanajuatenses. Había sido construida a iniciativa del intendente para servir de almacén de granos. Ante la llegada de la multitud, Riaño decidió afortinarse en la Alhóndiga y desde allí hacerle frente. El miedo frente a la ola de rumores que hablaban de la implacable persecución de gachupines hizo que los peninsulares y sus familias también buscaran refugio en la Alhóndiga, hacia donde llevaron sus más preciados bienes muebles y sus posesiones en oro y plata. El error de estrategia militar de Riaño se convirtió de inmediato en un error de estrategia social: el pueblo llano de Guanajuato se sintió abandonado a su suerte y enseguida se unió al levantamiento popular. La Alhóndiga se tornó en trampa.
¿Cómo explicar lo que siguió entonces? ¿Cómo expresar el sentimiento de poder absoluto que vivieron aquellos miles de novohispanos del común al darle rienda suelta a la ira? A su paso, las puertas que siempre les estuvieron vedadas eran abiertas de par en par por la sola fuerza de su voz. Aquellos que nunca se dignaron mirarlos a la cara hoy se detenían y temblaban para dejarlos pasar. La Alhóndiga, símbolo del poder que se quería arrasar, fue el objetivo central de la fuerza popular.
Resistir era imposible. Juan Antonio Riaño fue de los primeros en morir. Enseguida cundió el desorden en ambos bandos y cuando ardió la puerta de la Alhóndiga la matazón de los que estaban dentro se generalizó. La crueldad no tuvo freno. El pueblo levantado convirtió aquella batalla en una verdadera carnicería. Los cadáveres fueron desnudados, los heridos fueron amarrados en filas y a muchos de ellos los remataron con machetes y ensartaron en lanzas mientras pasaban en medio de la multitud. Los cuerpos de los muertos estuvieron expuestos por varios días como frutos de escarnio. La sangre corrió a ríos entre las manos que buscaban independencia y libertad.
Ese día del 28 de septiembre de 1810, en el que se logró tomar la Alhóndiga de Granaditas de Guanajuato, la más afamada victoria de las fuerzas comandadas por Miguel Hidalgo, habría de ser también, a la larga, una trampa de la que difícilmente se podría librar el cura de Dolores, ya proclamado entonces capitán general del Ejército Insurgente.
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