a mayoría de los estados actuales fueron fraguados artificialmente por las ex potencias coloniales mediante acuerdos entre ellas y tienen fronteras trazadas con regla y escuadra que ignoran las divisiones étnicas, culturales e históricas entre las regiones que arbitrariamente reorganizan. Otros se formaron desde el siglo XVIII con amputaciones de territorios vecinos y conquistas sucesivas –como Estados Unidos y después Argentina, Chile, Brasil– o secesiones de unidades mayores, como los virreinatos de Nueva Granada, de Perú o del Plata. O por último tomaron forma definitiva tras ser despojados por vecinos más fuertes, como México, al que Estados Unidos robó la mitad de su territorio o Bolivia, amputada de enteras regiones por Chile, Brasil y Argentina.
El recuerdo popular en Escocia, Bretaña, Córcega, Cataluña o los Países Vascos de la prosperidad y las libertades (convertidas en mito) del periodo anterior a su absorción por el Estado centralista inglés, francés o español es una de las bases culturales del latente independentismo que reaparece recurrentemente en esas regiones.
A eso se agrega que en el siglo pasado dos guerras mundiales cambiaron la geografía en Europa, Asia y África, desplazando a millones de personas a estados inventados, rediseñados o profundamente modificados. Tibetanos y uigures fueron absorbidos por China; Ucrania y Uzbekistán tienen grandes zonas habitadas por rusófonos; los eslavos del sur formaron Yugoslavia; los germanos de Polonia y el Volga se desplazaron hacia Alemania, Sudán se dividió… La reconstrucción después de las guerras exigió estados cada vez más centralistas pero, al mismo tiempo, la mundialización del capital les fue quitando a los pueblos y a sus unidades estatales jirones de soberanía monetaria, tecnológica, alimentaria, financiera, incluso cultural, y los ató en una maraña de reglamentaciones supraestatales.
El viejo intento histórico de construir un estado-nación con territorio independiente, lengua común y mercado autosuficiente fracasó, y el resultado fue la transformación de países como México en semiestados sólo formales, dependientes por completo de una potencia imperialista. Las vestiduras culturales, legales y políticas de los estados en disolución estallaron por todas las costuras, comenzando por las regiones más débiles (como Chiapas, el último territorio incorporado a México, o las viejas regiones de la revolución campesina mexicana en el centro-sur).
La resistencia basada en el territorio y la cultura de masas remplazó al intento heroico (como en la guerra de España o en el internacionalismo socialista) de encontrar en la fraternidad y la unión de los oprimidos una solución a la vez a la conquista de los derechos nacionales y democráticos y de la liberación social. Ésa es otra de las bases del estallido del independentismo, que no sólo prospera en los periodos revolucionarios (como en 1848, la primavera de los pueblos
en Europa, o el periodo de descolonización posterior a la Segunda Guerra), sino también en los de debilitamiento del sistema capitalista y de sus estados y de los trabajadores mismos.
El tercer factor de esta irrupción del independentismo es que la solidaridad de clase no sólo se ha roto en las clases dominadas, que se refugian en el pasado regionalista, sino también en las clases dominantes. Enteros sectores de las burguesías regionales (en Escocia, en Lombardía, en Flandes) quieren defender sólo sus intereses y no los del conjunto del sistema al que están subordinados. Que lo que producen quede en la región es su consigna, en vez de ir a entidades estatales que no dominan, como Italia, el Reino Unido, Francia o Bélgica. Esos sectores ponen en discusión la redistribución del plusvalor entre las clases dominantes, tratando de mantener igual todo lo demás.
La unión entre la visión milenarista de sectores populares, un legítimo afán de luchar por la liberación nacional y las libertades y derechos culturales pisoteados durante siglos y la protesta contra la crisis causada por el capitalismo han provocado esta ola internacional de independentismo, en la que el independentismo escocés alienta al catalán, al de Quebec y al bretón o al irlandés, y todos son una forma deformada de protesta democrática y contra el capitalismo.
También da al proceso un peligroso carácter multiclasista, pues las reivindicaciones de las burguesías catalana o escocesa no son las mismas que las de los trabajadores de esas regiones ni, por supuesto, que las de los habitantes no escoceses o no catalanes de Escocia y Cataluña, que están dispuestos, por ejemplo, a aceptar la lengua catalana en Barcelona pero no a tener que dejar por completo la suya propia, y es seguro que las burguesías locales tratarán de negociar con el poder estatal central a costa de los catalanes o escoceses de a pie
.
Por consiguiente, aun marchando juntos con los sectores burgueses regionales por el sí independentista o autonomista regionalista, es fundamental que los trabajadores independentistas se dirijan a sus hermanos de clase en el territorio nacional, llamándolos a luchar en común por nuevas conquistas sociales y diciéndoles que no abandonarán la batalla común contra el desempleo, la reducción de los servicios sociales y el imperio de los bancos.
La conquista de la independencia es un proceso y no el resultado de un mero referéndum, y proseguirá incluso con un resultado desfavorable. Ignorar la cuestión nacional
es entregar esta bandera a las burguesías locales que encabezan los referendos por el sí.