o sobra repetirlo: el país requiere con urgencia un cambio de rumbo, como hemos dicho una y otra vez, un nuevo curso de desarrollo. El faro de este giro en nuestra evolución está a la vista de todos y aparentemente goza de consenso envidiable: vida digna o sociedad decente, equidad con dirección a la igualdad económica y social, bien común, abatimiento consistente de la pobreza y reducción significativa y duradera de los vergonzosos índices de concentración de riqueza e ingresos, conforman la retórica compartida por partidos, ideólogos y académicos de los más dispares signos ideológicos y adscripciones teóricas o partidarias: así lo mostró la campaña presidencial de 2012 y así podrían constatarlo los discursos diarios que intercambian los personeros de los partidos y del gobierno y hasta algún desvelado del sector empresarial, cuando se descuida el cancerbero mayor del Consejo Mexicano de Negocios (¡vaya nombrecito!)
Y sin embargo no se mueve, o cuando lo hace es en una dirección contraria a los deseos y designios que podríamos extraer del referido consenso. En la práctica cotidiana de la política y de la conducción económica, el convenio mencionado y la fantaseada unanimidad de propósitos se desvanece en el aire para dejar su lugar a un páramo conceptual y un marasmo político que se vuelve sin más una turbamulta sin fin, donde reinan la compraventa de protección y prebendas que la ciudadanía ha terminado por entender como la única forma de la política plural pretendidamente democrática.
En esto se nos van la vida y el tiempo, mientras las carencias se acumulan y las penurias se tornan cultura, modos de llevar la vida y de acomodarse a la adversidad que adoptan formas tempestuosas, como lo han vuelto a hacer en estos infaustos días sonorenses y bajeños. No es ésta la política democrática en cuyos sueños nos unimos, aunque fuese por un momento; tampoco es cauce alguno para una evolución social y económica que aspire al calificativo de desarrollo, tal y como lo imaginaron los pioneros y los clásicos que estudia Jaime Ros y que inauguraron la más promisoria ola de pensamiento sobre la transformación social en los primeros lustros de la segunda posguerra.
Recuperar para México un marco conceptual y un diseño estratégico congruentes con sus necesidades e insatisfacciones más ingentes es, debería ser, la gran tarea de la política. Para convertirla, ahora sometida por fin a la restricción y los criterios de la forma democrática y representativa de gobierno, en aquella actividad creadora de la que hablaran Gramsci o Mariátegui y nos permitiera avizorar las faenas patrióticas de Lázaro Cárdenas y su secuela redistributiva y reivindicadora del ser nacional, que se había asomado en la Revolución luego de décadas de dictadura y abuso oligárquico.
Aquel ser nacional
del que con tanta emoción y maestría nos hablara don Edmundo O’Gorman en La supervivencia política novohispana, ha quedado sepultado bajo los escombros de una forma de desarrollo que se deslizó en los años finales del siglo XX a mera tarea instrumental, dizque racionalizada gracias a los dictados inapelables del mercado abierto. Rescatar esta idea, para actualizarla y ponerla en la perspectiva de un futuro mejor, debería ser la nueva empresa común de los mexicanos que quieren seguir siéndolo.
La reorientación de la política económica, en particular la apertura de un trayecto centrado en la reforma macroeconómica del Estado, tendría que ser objeto de atención y estudio, deliberación y debate en estas jornadas constitucionales de fin de año y, desde luego, de la campaña electoral del próximo. Así, empezaríamos a otorgarle robustez y dignidad a una política desdibujada y sometida a un vulgar festín de vencedores que se reparten puestos y accesos al uso y usufructo de la riqueza nacional abierta a la explotación mercantil privada.
Sería tal vez el mejor camino para dar valor y destino nacionales a esa explotación que se anuncia masiva e intensiva, pero no contiene los requisitos mínimos para interiorizar y distribuir con justicia sus ganancias. Lo malo es que con estos hombres (y mujeres) de empresa
, que tiemblan ante un mínimo aumento del mínimo salario del miedo o chirrían frente al anuncio tímido de una reforma fiscal microdistributiva, poco se puede hacer, imaginar o emprender. Sus embestidas mediáticas y cabilderas imponen reacciones puramente defensivas y en el llano desazón y desaliento, antesalas inequívocas del rencor, ensimismado o abierto y destemplado.
La economía mixta del pasado, en la que se sustentó el desarrollo estabilizador y compartido, perdió su alma y el sentido de lo estatal en medio de crisis y desatinos políticos. Ha sido un magno extravío que, como lo vivimos hoy, alcanzó a contaminar el espíritu público todo. Un reclamo, el democrático, apenas satisfecho, debe dejar el centro a otro cuya impronta esté marcada por el compromiso nacional con la igualdad: eso es ser modernos… y nada o poco más.