n torno a la delegación formal, informal, activa o pasiva del monopolio del Estado sobre el uso de la fuerza y la cohabitación, simbiosis o cogestión entre el sector empresarial y financiero-bancario, la clase política, autoridades institucionales y elementos de la fuerza pública con grupos delincuenciales y de civiles armados en varios estados del país, la serie de notas anteriores ha buscado identificar las distintas modalidades que ha adquirido la violencia reguladora en México y la aparente transición hacia un nuevo modus vivendi bajo el régimen providencialista autoritario de Enrique Peña Nieto, con base en un Estado de excepción permanente.
En relación con los diversos actores armados, el análisis de sus estructuras y culturas organizacionales permite identificar cinco grandes tipologías: a) asociaciones delincuenciales orientadas a los negocios de la economía criminal; b) organizaciones violentas que pretenden controlar territorios; c) grupos paramilitares o de exterminio y limpieza social; d) guardias o policías comunitarias indígenas; e) grupos de autodefensa o milicias ciudadanas con nexos más o menos formales con las fuerzas armadas y la policía.
En Michoacán, al menos cuatro de esos tipos de estructuras armadas han venido coexistiendo en los últimos años en medio de gran confusión mediática deliberada, dado que las diferencias entre esas formas organizativas son notorias en función de sus objetivos finales, modos de operar, relaciones con los instrumentos de consolidación del poder (el uso de la violencia, la intimidación, la extorsión, el tráfico, la corrupción, etcétera) y la manera de manifestarse en el territorio.
El objetivo de las organizaciones criminales orientadas a los negocios (tráfico de drogas ilícitas, armas, personas, migrantes y órganos, contrabando, piratería comercial y otros) es la maximización de utilidades y la minimización de riesgos. Aunque mutantes y adaptables al medio y sus circunstancias, en general ese tipo de organizaciones tiene una estructura piramidal centralizada (modelo vertical jerárquico), con disciplina estricta de corte militar (sumisión absoluta y obediencia ciega), y si bien la violencia o fuerza bruta es su marca distintiva, esa metodología se utiliza en los periodos de conquista y consolidación de poder (para el control de una plaza o territorio) y también como legítima
defensa o por razones de supervivencia. Una vez asentado el grupo, la violencia pasa del estadio de realidad permanente al de potencialidad, es decir, la violencia cumple una función técnica, utilitaria: es el último recurso extremo ante el fracaso de la persuasión (el miedo) y el interés (la corrupción), ya que la violencia llama la atención de la autoridad y la población y pone en peligro el negocio.
A su vez, las organizaciones criminales de tipo territorial (como Los Zetas y La empresa / La familia michoacana / Los caballeros templarios) se caracterizan por la naturaleza predatoria de sus actividades y el uso de una violencia aterrorizante e indiscriminada, de apariencia irracional y caótica pero planificada, dirigida tanto a los competidores del negocio como a la posible resistencia civil o institucional. Debido a la falta de especialización inicial en los negocios ilícitos y dado que el control del territorio es su objetivo fundamental, ese tipo de organización celular (que opera a partir de una célula madre) hace de la violencia su principal instrumento de acción. Ese tipo de organización horizontal (o en red) necesita contar con gran cantidad de operadores violentos y echa mano de bandas y pandillas, que agrupa en células de corte paramilitar que gozan de cierta autonomía en la ejecución de sus funciones.
A diferencia de las dos tipologías anteriores, de neto corte criminal, los comuneros indígenas nahuas de Santa María de Ostula, en la costa del Pacífico, y los de la meseta purépecha −en particular en las comunidades de Nurío, Urapicho, Cherán, Cocucho, Turícuaro, Quiriseo, Nahuatzen y otra veintena de pueblos purépechas, nahuas, mazahuas y otomíes de Michoacán− apoyan la existencia de la autodefensa armada bajo la forma de guardias o policías comunitarias, y no confían en las policías municipales, estatales y federales. Ese tipo de autorganización, que tiende a constituirse en un sistema de seguridad territorial para protegerse de los grupos delincuenciales y vigilar sus recursos naturales, sus tierras y territorios –similar a la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC) de Guerrero−, responde a derechos y cultura indígenas adquiridos que le otorgan la facultad de gobernarse según el método de usos y costumbres, derechos que en el caso de Cherán fueron reconocidos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en mayo de 2014.
Con ese antecedente, la irrupción de un grupo de ganaderos y limoneros mestizos de La Ruana y Tepalcatepec en el municipio de Buenavista Tomatlán, en la Tierra Caliente de Michoacán, que el 24 de febrero de 2013 se levantaron en armas contra Los c aballeros templarios y asumieron la forma de autodefensas ciudadanas, vino a complejizar aún más la situación de violencia en ese estado. Integradas en general por personas bien intencionadas –todos buenos muchachos
, diría Martin Scorsese− que desde un principio recibieron apoyo de la 43 Zona Militar con sede en Apatzingán, las autodefensas civiles contaron con armas de uso exclusivo del Ejército, vehículos blindados y sofisticados sistemas de información, y se plantearon como única meta “liquidar a los templarios”. Por lo que, sin saberlo, podrían haber servido de peones en los planes de las redes criminales para desmantelar grupos rivales y/o estar al servicio de la contrainsurgencia del Ejército –según los manuales de guerra irregular de la Secretaría de la Defensa Nacional–, como parte de un proyecto geopolítico de reconfiguración de México como Estado nación.