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El qué hacer
E

l descontento, cada vez más general, se combina a cada paso con el desencanto, con una inmensa desilusión. Así se radicaliza.

En México nunca fue muy fuerte la convicción institucional. No prendía la táctica de la desobediencia civil porque hay que montarla en el hábito de la obediencia civil, que nunca fue nuestro fuerte. La poca fe que se tenía en las instituciones se ha perdido ya. ¿Cómo tener confianza en ellas? ¿Cómo confiar la vida y la esperanza a las mafias que han ocupado los tres poderes, con una mezcla desafortunada de incompetencia y corrupción?

Hace tiempo numerosas personas volvieron la mirada a otra parte y tomaron la ruta de la oposición. Su convicción militante se orientó a la forma partidaria para luchar por el cambio social, por un régimen en que hubiera justicia y libertad y cesaran la explotación y la opresión. Dejaron de pensar en la conquista violenta del poder. La energía y el empeño se pusieron en el camino democrático.

No fue una lucha inútil. Tuvieron logros importantes. Ocuparon posiciones de gobierno a diversos niveles y a veces hubo gestiones útiles y honestas. Pero la experiencia, en conjunto, causa frustración. En vez de esperanza genera desesperación. En esos espacios ganados con tanto esfuerzo se dio también la mezcla de incompetencia y corrupción propia de todos los aparatos de gobierno. ¿Cómo seguir confiando en esos aparatos partidarios? ¿Cómo confiar en los intereses bastardos que los corroen desde dentro? ¿Cómo esperar que la siguiente vez se les permitirá ganar y que, aun más, una vez llegados lograrán la transformación profunda que ninguno de sus dirigentes se atreve a describir por su nombre?

Se repite entonces la vieja pregunta de Lenin, su qué hacer de 1905. Y hay quienes repiten dogmáticamente la respuesta que él dio: “Sin una ‘docena’ de líderes probados y talentosos, entrenados profesionalmente, escolarizados por una larga experiencia y que trabajen en perfecta armonía, ninguna clase de la sociedad moderna es capaz de conducir una lucha decidida”. Una docena… No sale la cuenta. Aun más que ese recuento difícil, empero, parece dominar su ánimo la idea que recorre el qué hacer de Lenin: la convicción de que el conocimiento superior, la instrucción autoritaria y la ingeniería social pueden transformar la sociedad. Desde arriba.

Muchos comprometidos y honestos militantes del cambio no logran darse cuenta de que ese enfoque está agotado. Llegó el fin del leninismo. No es sólo por la experiencia universal del fracaso de las fórmulas de transformación que se intentan desde arriba, tan bien descrita por James Scott. Es por la convicción cada vez más clara de que no es cosa de personas, sino de instituciones y aparatos. Como dijo el propio Carlos Marx y olvidaron los marxistas: no es cosa de conquistar para la emancipación dispositivos creados para controlar y dominar, como si fueran meros instrumentos que bailarán el son que toque quien los tome. Como muestra la experiencia universal, no importa de quién se trate o de cuán maravillosas cualidades tenga, se hará irremediablemente esclavo del aparato que tomó. Por eso Marx apremiaba a desmantelarlo, como condición de la auténtica transformación.

Muchos de esos militantes caen en el desánimo. Se cansan de expedir credenciales, recoger firmas, asistir a mítines. Se desesperan de su propia esterilidad, cuando el mundo hierve a su alrededor. Algunos, sin abandonar el barco en el que todavía navegan, empiezan a encauzar su energía a otro género de militancia: la de reorganizar a la sociedad desde abajo, la de ponerse en manos de los hombres y mujeres ordinarios que han sido siempre los que realmente hacen las revoluciones. Les entregan a ellos la confianza. No pretenden dirigirlos, así sea en el modesto caudillismo de un barrio, una vecindad, un pequeño pueblo. Acuden en solidaridad, con disposición de aprender y de servir, acomodándose en estructuras horizontales, sin jerarquías, que a menudo no quieren ni ponerse nombre.

Ahí se encuentran, cada vez más, con quienes se ocupan decididamente de resistir el horror actual y avanzan por los caminos de la emancipación. Saben que no son caminos fáciles, que enfrentarán todo género de dificultades, que la violencia cunde y la padecen directamente. Pero comprueban también que esos caminos se van entrecruzando, tejen cuidadosamente sus solidaridades y se articulan, como debe ser, en la acción misma, en la transformación. Ahí no hay lugar para ingenieros sociales, pero sobra el espacio para quienes quieren servir, en vez de servirse. Para quienes en vez de seguirse preguntando qué hacer, se ocupan del quehacer concreto de organizarse en la acción.