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Escocia: hay vida después de la independencia
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etenta por ciento de los ciudadanos británicos votaron por el a la independencia antes de salir del Reino Unido, obtuvieron un negocio propio, y funcionarios locales transfirieron su lealtad al nuevo Estado. Pero uno puede todavía tomar un tren expreso y cruzar la frontera del Reino Unido hacia la capital de la nación independiente sin necesidad de pasaporte.

Muchos años después –incluso hoy–, los acrónimos de la reina Victoria, Eduardo VII y Jorge V están adheridos a los buzones postales. La palabra real adorna aún uno de los mejores hoteles, y el lema Honi soit qui mal y pensé (de la Orden de la Jarretera) permanece en lo alto de muchos edificios y espacios públicos.

Así pues, no suden por la votación de independencia de Escocia. Todo ha ocurrido antes: en 1919 y en los tres años siguientes. Cierto, ahora los buzones son verdes. Sus ciudadanos llevan un pasaporte de la Unión Europea con un arpa dorada en el frente y usan el euro, pero las ciudades y pueblos de Irlanda se parecen un poco a Gran Bretaña en la década de 1930. Librada del programa de renovación urbana de la Luftwaffe por su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, la república de Irlanda –que sólo se zafó de la Comunidad Británica en 1949– posee miles de casas georgianas inglesas, con todo y faroles del siglo XVIII y calles nombradas en honor de Palmerston, Wellington, Victoria y uno que otro bribón como Wolfe Tone, Padraig Pearse y James Connolly.

En otras palabras, hay vida después de la independencia. El día que los británicos se fueron, en 1922, se arrió la bandera de la Unión y se izó el lábaro tricolor irlandés sobre el castillo de Dublín –asiento de los monarcas británicos durante cientos de años–, un gobernador general del Reino Unido (que por supuesto era irlandés) asumió el cargo, y todo el que tuviera la fortuna de contar con electricidad pudo encender el apagador del comedor y las luces se encendieron como siempre.

Durante más de 100 años Dublín había sido la segunda ciudad del Reino Unido, la joya de la corona de la nación que dominaba un imperio, y muchos visitantes ingleses se sorprendían al descubrir que los irlandeses hablaban inglés. De hecho, igual que los escoceses, a menudo lo hablan mejor que los ingleses.

Después de la independencia hubo muchos apuros económicos. Las pensiones de los ancianos se redujeron. Pero el punt irlandés estaba pareado a la libra, y se mantuvo así hasta que en 1979 un atrevido Taoiseach –literalmente, jefe tribal, título de primer ministro adoptado, recordemos, en la era del fascismo– rompió la paridad y la libra se elevó unos cuantos peniques por encima de él.

Aunque los cuatro grandes regimientos irlandeses que combatieron con tanta lealtad en uniforme británico en la Gran Guerra fueron desbandados, sus colores fueron devueltos al rey en caso de que Irlanda regresara a la madre patria. ¡Qué esperanzas! Los tres grandes puertos del Tratado de la Marina Real en la recién independizada Irlanda permanecieron en manos británicas otros 16 años, pero los entregamos a los irlandeses en 1938, con lo cual los perdimos cuando más los necesitábamos: en la batalla del Atlántico.

Desde luego, existen ciertas tenues diferencias entre aquella Irlanda y la Escocia actual. Los irlandeses habían combatido por su independencia en 1916 y fueron poderosa y brutalmente aplastados por el ejército británico. Luego volvieron a combatir con bravura a los británicos. La historia de 800 años de ocupación inglesa en Irlanda pone en la sombra la miseria de Escocia. No mencionaremos el conflicto de Irlanda del Norte.

Pero en Irlanda hubo un lugar aparte para ese 30 por ciento de los que votaron por el no, o que lo hubieran hecho de no haber sido instruidos a combatir tanto a los católicos como al ejército británico. Los protestantes pudieron conservar seis de los nueve condados del norte y la provincia nororiental del Ulster; Belfast se volvió su capital y corazón industrial, y proclamaron su ciudadanía británica aún con más entusiasmo que los ingleses.

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Integrantes de la Orden de Orange marcharon ayer por calles de Edimburgo en favor de la permanencia de Escocia en Reino UnidoFoto Reuters

En otras palabras, los nacionalistas católicos obtuvieron Dublín, los protestantes Belfast. En términos escoceses, fue como si los votantes por el recibieran Edimburgo como capital y los del no obtuvieran Glasgow como precio de consolación, con unas cuantas llanuras aún en territorio británico para mantenerlos felices. Astilleros, valor y desolación significan que Glasgow y Belfast tienen mucho en común. Pero allí se detienen los paralelismos.

La lucha entre protestantes y católicos que dividió a Irlanda (aunque no tanto como los británicos creen) tiene poca o ninguna influencia en el debate sobre la independencia de Escocia, salvo quizá por la memoria histórica de que los plantadores protestantes escoceses desplazaron a los católicos en la Irlanda del siglo XVII. Los irlandeses que votaron por el –ese 70 por ciento que eligió al Sinn Fein al parlamento en 1919 y constituyó el inicialmente ilegal Dail Eireann (parlamento irlandés– se escindieron en una guerra civil antes incluso de que los británicos dejaran el país.

Pero una advertencia a los escoceses: los nacionalistas irlandeses combatieron entre sí no tanto por la frontera, que los privó de seis de los 32 condados de Irlanda, sino por el juramento de lealtad al monarca británico. Los irlandeses que firmaron el tratado original (Michael Collins, Arthur Griffith y demás) insistieron en que conduciría a la independencia soberana, en tanto los republicanos que lo consideraron una traición pensaban que dejaba el país en manos británicas. De Valera encabezó esta oposición –que perdió la guerra civil–, boicoteó los primeros años del parlamento y luego entró a él como primer ministro tras una elección democrática, pero sin firmar el juramento. Por tanto, los irlandeses afirmaron que eran independientes cuando no lo eran, en tanto los británicos podían insistir en que los irlandeses seguían siendo británicos de corazón.

Otra señal de peligro para los escoceses. En 1932, De Valera decidió que Irlanda ya no pagaría al gobierno británico deudas por préstamos otorgados a aparceros agrícolas cuando el país era parte del Reino Unido. Los británicos impusieron restricciones comerciales que arruinaron a granjeros y empresarios en Irlanda.

De Valera sobrevivió. Al igual que Collins, había combatido en el levantamiento de 1916, recibió una sentencia de muerte –que luego se le conmutó–, arriesgó la vida en el bando perdedor de la guerra civil, declinó combatir con los aliados en la Segunda Guerra Mundial y sin embargo presenció el ingreso triunfal, aunque tardío, de su país en la ONU. De Valera, como escribió el gran historiador y novelista irlandés Constantine Fitzgibbon, es uno de los grandes sobrevivientes del siglo XX. Y Alex Salmond no es De Valera.

Pero si en Escocia triunfa el , la vida seguirá. Siete veces al día hay un tren de primera clase de la estación central de Belfast a la estación Connelly de Dublín, así que el escocés volador irá a toda prisa desde la estación Waverley de Escocia a King’s Cross en Londres sin que lo detengan en la frontera. En estos días, en el frente de los pasaportes dice Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Nótese la y, porque nadie ha decidido si Irlanda del Norte está en verdad en el Reino Unido; es un país protegido por el Reino Unido o una provincia. Pero es británica. Eso creemos.

Así pues, si los votantes por el ganan, mi apuesta es que insistirán en que son independientes sabiendo que no lo son. Y los británicos sostendrán que los escoceses siguen siendo británicos de corazón. Y continuarán haciendo lo de siempre: publicarán la obra de poetas irlandeses y escoceses en antologías de poesía inglesa.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya