un año del paso devastador de los huracanes Manuel e Ingrid por el territorio nacional, miles de integrantes del Consejo de Comunidades Damnificadas de la Montaña protestaron ayer en la ciudad de Tlapa para exigir a los gobiernos federal y estatal que cumplan con sus promesas de reconstruir viviendas, escuelas, y reubicar a los pueblos dañados por los ciclones.
Debe recordarse que, tras el paso de los referidos meteoros –como suele ocurrir después de que ese tipo de fenómenos golpean al país–, representantes estatales y federales acudieron a las áreas siniestradas para hacerse visibles ante los medios, realizaron numerosas promesas de reconstrucción y apoyo a los afectados y ofrecieron coordinación entre niveles de gobierno que al día de hoy sigue siendo desmentida por la realidad.
En efecto, la celeridad de las reparaciones en los destinos turísticos de Guerrero –particularmente Acapulco– contrasta con la desatención en pequeñas localidades situadas tierra adentro en esa entidad, particularmente comunidades de la Montaña guerrerense, en las que los saldos del fenómeno natural se conjugan con la circunstancia histórica de discriminación y abandono que padecen los grupos indígenas que en ellas habitan. Al día de hoy, según datos de la propia administración estatal, más de 5 mil familias guerrerenses siguen viviendo a la intemperie. La asistencia monetaria prometida por el gobierno federal –unos 37 mil millones de pesos– sencillamente no ha llegado a esas comunidades, y las acciones de construcción o reconstrucción de vivienda e infraestructura para los afectados han tenido un avance raquítico.
Así, además de hacer evidentes las inequidades estructurales y las desviaciones institucionales que salen a relucir cíclicamente, lo que ocurre en Guerrero da cuenta de una ausencia total de ética de los gobernantes frente a los gobernados. En efecto: los primeros son conscientes de que la pobreza y la marginación tienen un efecto multiplicador sobre la destrucción causada por los fenómenos naturales y de que éstos golpeen con más fuerza en las zonas pobres. Sin embargo, nada se ha hecho por revertir esas situaciones, en gran parte atribuibles a la política económica y la corrupción endémica. Para colmo, cuando los ciclones, los deslaves o los terremotos se producen, los afectados son usados como instrumento de propaganda política de los gobiernos. Pasados los momentos iniciales del desastre y la ventana publicitaria, los afectados vuelven a la invisibilidad y a la miseria incrementada por la destrucción.
El actual grupo en el poder ha exhibido, de manera sistemática, que carece de un proyecto de desarrollo nacional centrado en el bienestar y la seguridad de la población, y en un escenario semejante el país está condenado a reproducir tragedias sociales y humanas como las que se viven en la Montaña guerrerense por el paso de los huracanes de hace un año. La fuerza del Estado, invocada con insistencia para reprimir movimientos sociales opositores, para anunciar proyectos de infraestructura faraónicos y para emprender acciones más bien cosméticas contra la delincuencia, no se ve por ningún lado cuando se hace imperativo asistir a mexicanos en situación desesperada.