oronto, 6 de septiembre.
Hay que asomarse al cine escandinavo para comprobar qué tan seco puede ser el sentido del humor. El distintivo director sueco Roy Andersson ha completado con En duva satt paen gren och funderade pa tillvaron (Una paloma se posó en una rama para pensar en la existencia), su trilogía sobre el ser humano, iniciada en el 2000 con la memorable Canciones del segundo piso.
La estrategia visual y temática no ha cambiado: nuevamente se trata de una serie de viñetas a cámara fija que ilustran el absurdo de la existencia humana, con un humor rayano en la crueldad. La estética es muy elaborada y convierte a cada escena en un cuadro vivo. Los personajes son todos feos, fofos y pálidos. Sin embargo, la tercera vez es la menos convincente porque ya rechina a manierismo forzado.
Hay dos líneas narrativas principales que entrelazan las diversas viñetas. La primera es la de dos vendedores de chucherías de broma (colmillos de vampiro, máscaras de hule) que son la tristeza personificada; la segunda, una fallida operación militar del rey Carlos XII, que pasa por las calles de la Suecia moderna como un anacronismo de la derrota. Pero lo mejor está al principio en un prólogo titulado Tres encuentros con la muerte
. De ahí en adelante, el asunto decae. Andersson necesita otro pretexto para ejercitar su privilegiada mirada.
Ayer fue el estreno mundial de 1001 grams, de otro escandinavo, el noruego Bent Hamer que, en anteriores realizaciones, había demostrado un mejor uso de su sentido de la ironía. La protagonista es una rubia deslavada (Ane Dahl Torp) que lleva una vida de severa soledad trabajando para un instituto de pesos y medidas; ella debe asistir a un congreso en París en torno al kilo justo cuando su padre sufre un infarto. Si se tratara de una comedia romántica hollywoodense, el enamoramiento con un romántico parisino, que la despertara a los placeres de la vida, ocurriría de inmediato. Pero como es una película noruega, eso sucede en el último tramo del relato, cuando ya un gran número de espectadores ha abandonado la sala. Para decirlo pronto, estos 1001 gramos son un plomo.
Mucha más vitalidad es mostrada por el francés Laurence Cantet en la secuencia de créditos de Retour à Ithaque (Regreso a Ítaca), sobre un quinteto de viejos amigos cubanos que se reúne en una azotea en una especie de rencuentro generacional. Todo empieza con bromas y discusiones triviales. Conforme pasa la noche y se bebe en demasía, la cosa se vuelve un torneo de recuerdos, reproches y revelaciones críticas al régimen. Los principales personajes en la discusión son un funcionario corrupto (el infaltable Jorge Perugorría), que ha sabido aprovecharse del sistema, así como un escritor –recién regresado de un exilio en España– y un pintor amargado que, por diferentes causas, han dejado de ejercer su oficio.
Por mucho que Cantet filma los incesantes diálogos con agilidad y urgencia, no deja de parecer una obra de teatro filmada. Aún así, el drama se vuelve intenso hacia la última parte cuando los personajes hablan de un miedo dominante que los ha paralizado. Retour à Ithaque da la impresión de haber sido filmada en La Habana misma, pero se antoja dudoso que se exhiba en la isla.
Hasta ahora las multitudes han sido controladas con canadiense eficiencia en el multiplex Scotiabank, donde se llevan a cabo las proyecciones de prensa e industria. Vamos a ver qué sucede el primer fin de semana, cuando se concentra el mayor número de asistentes al festival.
Twitter: @walyder