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Ver día anteriorJueves 4 de septiembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿De quién es el día del Presidente?
D

icen que ya no existe el día del Presidente, como sí lo hubo en tiempos del viejo presidencialismo revolucionario, pero lo que ahora hay tampoco es un acto democrático en el cual el mandatario rinda cuentas. Es inconcebible que mientras se ensalza como un logro pluralista la presencia de la oposición de izquierda en la presidencia del Congreso, el Ejecutivo se limite a entregar por escrito el informe a la nación, sin dialogar en momento alguno con el Poder Legislativo, momento cumbre de todas las democracias avanzadas. Aquí el tabú, protector como todo tabú, de la fruta prohibida, persiste e impide ver la naturaleza del cambio.

Esa anomalía es sintomática del terreno en el que nos movemos y las formas adoptadas para salir de los atolladeros en que la confrontación política nos puso en el pasado, pues en vez de crear una nueva institucionalidad allí donde las anteriores habían sucumbido, se optó por la inmediatez del arreglo circunstancial, por la improvisión que luego se queda para siempre, por el acomodo oportunista amparado en el culto al formulismo como sustituto de lo real.

No hay, pues, comparecencia del Presidente ante los grupos parlamentarios que integran la representación nacional, pero sí un acto particular donde el mandatario invita y elige a sus invitados, una especie de República seleccionada para escuchar el mensaje que éste envía en directo o fragmentando en infinidad de cápsulas publicitarias que antes, durante y después del primero de septiembre saturan los medios sin acreditar la transparencia de los hechos publicitados. Más bien, el abuso de la propaganda impide a la ciudadanía discernir con elementos suficientes de juicio qué le espera de la política gubernamental. Pero se busca aclamar, no explicar. Tómese el caso aberrante de la reforma energética, a la cual se presenta como si su sola aprobación garantizara los logros prometidos, confundiendo el éxito de su aprobación por una mayoría eficaz con los cambios que están por verse.

Esta frivolidad de dar por realizadas las que son meras ilusiones puede traer imprevisibles consecuencias a la hora de pasar a los hechos. Es grave que se proponga mover a México sin poner por delante un esbozo de nuevo proyecto nacional, sin intentar pronosticar cómo se alinearán bajo las condiciones inéditas creadas por las reformas los intereses que entrarán en juego.

Entre los tópicos del falso informe se destacaron los grandes anuncios, como la futura construcción del aeropuerto de la ciudad de México o la transformación de programa Oportunidades en Prospera, así como otros temas de indiscutible interés. Sin embargo, la sabiduría mercadotécnica no permitió al Ejecutivo soslayar con gracia la ausencia de crecimiento económico. Eso sí, dio garantías de que no volverá a tocar los impuestos, como ya había prometido en señal de arrepentimiento el propio secretario Videgaray. Los gobernantes de este país singular, sobre todo en el clímax del presidencialismo, siempre se alzaron entre los suyos como la cabeza de la minoría todopoderosa que mueve los hilos y cuya voracidad sólo se contenía por el temor a esas grandes masas en cuyo nombre se hacían algunas concesiones que las mantenían bajo el arreglo corporativo. Peña Nieto no ha dejado de hablar de ellas, pero su influjo de otros tiempos se va perdiendo en el discurso junto con el modelo primigenio. No busca alianzas. Tampoco sujetos, sino receptores pasivos de las políticas públicas, cuyo acento no está en el fin de la desigualdad sino en la plenitud del modelo modernizador. Quiere, sin duda, un Estado fuerte, eficaz, es decir, capaz de superar los potenciales inconvenientes que podrían derivarse de la democracia. Quiere controlar y en el camino, más que la restauración del viejo PRI, busca otra manera de articular los intereses del grupo gobernante con los de la clase dominante .

En la perspectiva, sin embargo, hay nubes de incertidumbre e inclusive de desconfianza, pues el temor a la corrupción invade los cuarteles empresariales acostumbrados al trato especial. Y eso por no hablar de las mayorías distantes del triunfalismo oficial que no han sido escuchadas por el gobierno, pues por más que se empujen programas de sobrevivencia, queda claro que la estrategia oficial es la consolidación del modelo descrito que desde hace años busca eliminar todo vestigio de populismo o Estado social.

Resulta agotador un discurso en el que nada se hace mal: la autocrítica no existe. El debate de ideas es impensable como un intercambio de frases hechas, intercambiables, listas para citarse en cualquier formato. El problema con todo esto es la autocomplacencia, el dejarse llevar por el efecto superficial del movimiento sin advertir los signos del descontento.