ace unos días el estadista alemán Joshka Fischer publicó en El País un artículo acerca de las implicaciones mundiales del fin de la llamada pax americana, donde muestra que ya no es sostenible la tensión entre quienes han apoyado una política basada en los principios de la real politik y quienes han abogado por una política que favorezca las intervenciones basadas en valores tales como el respeto a los derechos humanos. Ante los hechos espantosos del Estado islámico –limplieza étnico-religiosa sus zonas de control al norte de Irak– y las crisis profundas en Libia y Gaza, además de la guerra que está en curso en Ucrania, Fischer aboga por la urgencia de restablecer un orden internacional que vuelva a unir el realismo con el compromiso internacional con valores universales. Y, la verdad, no le falta razón.
El mundo amenaza con descender de lleno a la rebatiña de los nacionalismos más cerrados, en lo que parece ser apenas una variante de lo ocurrido hace 100 años en Europa, cuando el nacionalismo chillante de las grandes potencias las llevó camino a su propia destrucción en aquel infierno que se conoció como la Primera Guerra Mundial. Hoy, los síntomas de nacionalismo rampante abundan –y no sólo en guerras de exterminio como las del Estado Islámico o las que ha habido en Darfur, sino también en tendencias a conflictos fronterizos territoriales (Rusia y Ucrania; las amenazas de conflicto entre China y Japón o entre China y Vietnam)– y, de manera menos belicosa, pero de cualquier forma relevante, en actitudes de criminalización al migrante, o en movimientos agresivos y unilaterales de población y de despoblamiento (entre otras).
Algunas modalides de los nuevos nacionalismos son incluso un poco sorprendentes. Por ejemplo, China adopta hoy una una especie de eugenesia autoritaria-neoliberal como política de poblamiento en regiones estratégicas. Así, anteayer apareció una noticia tanto en el New York Times como en el Financial Times reportando que Pekín ha decidido ofrecer incentivos económicos para fomentar que las minorías musulmanes uigures –que son mayoría en la región de Xingiang– se casen con gente de la etnia dominante de China (han). Se trata de una zona de conflicto étnico para el gobierno, por lo cual pagará mil 600 dólares anuales a cada matrimonio mixto uigur/han durante cinco años, y a los hijos de esas parejas les ofrecerá escolaridad gratuita hasta el final de la prepa, y subsidios de 800 dólares anuales para sus estudios universitarios. La cantidad de estos subsidios no es menor, dados los ingresos en la región. Según el Financial Times, se trata de 135 por ciento del ingreso anual entre la población rural de Xinjiang. Además, el gobierno chino tiene ya desde hace tiempo una política parecida para la asimilación de la población del Tíbet.
Al estímulo al matrimonio mixto, el gobierno chino agrega una política activa de desplazamiento de población de la región uigur y del Tíbet a regiones dominadas por la etnia han. Se trata, en otras palabras, de una política deliberada y decidida de asimilación, no muy diferente, en espíritu, al establecimiento,por ejemplo, de internados indígenas para la asimilación de esa población en México a inicios del siglo XX.
Y China no es de ninguna manera el único país culpable de esta clase de política de poblamiento, que busca que un territorio ocupado quede de lleno en manos de una etnia dominante. La política de Israel en la ribera occidental ha sido de poblamiento paulatino de terrenos palestinos por colonos judíos. La política turca hacia su minoría kurda ha buscado de igual manera ir debilitando la posibilidad de que esa etnia configure un estado kurdo. La política rusa en Chechenia, y antes la de la URSS en las repúblicas del Báltico, fueron también de rusificación
, y la política de poblamiento serbio en Croacia tuvo también un patrón semejante, por poner unos ejemplos.
Se trata, en pocas palabras, de todas las viejas pretensiones del nacionalismo. Sujetar, someter, integrar o desplazar forzosamente a las minorías. Identificar plenamente a la nación con una mayoría étnico-cultural. Y si eso parece difícil de lograr, como lo es en algunos casos, se puede incluso buscar una limpieza étnica, por medio ya sea del terror o del acoso. Así, hoy se estima que quedan apenas 200 mil cristianos en Irak, de los alrededor de 1.5 millones que había hace 10 años. (Y, ojo, los cristianos en Irak son una población más antigua que los musulmanes). Hace pocas semanas el Huffington Post difundió un reportaje de los cerca de 100 mil cristianos que han huido de la región de Erbil (norte de Irak), desde la ocupación de la zona por el Estado Islámico, dejando ciudades que tenían profundas historias de ocupación cristiana, como Qarah Qüsh, casi totalmente despobladas de cristianos.
Ante un conjunto de realidades así –estados nacionales que buscan imponerse frente a sus minorías, políticas de endurecimiento contra migrantes, políticas de enfrentamiento por territorio y por el control de recursos naturales–, Fischer tiene toda la razón. Se necesita construir un nuevo orden internacional, un nuevo internacionalismo. Y Latinoamérica tendría que poner su propia casa en orden; hacer a un lado sus permanentes titubeos ante el tema de los derechos universales y colocarse en una situación de liderazgo. La verdad, urge.