yer se llevaron a cabo manifestaciones en demanda de la liberación de José Manuel Mireles Valverde, dirigente de grupos de autodefensa de la región michoacana de Tierra Caliente y preso desde el pasado 27 de junio bajo la acusación de portación de armas de uso exclusivo del Ejército y supuesta posesión de drogas.
Como se señaló en su momento, la captura y la imputación constituyeron arbitrariedades y ejemplos inequívocos de una mala procuración e impartición de justicia, como lo ha sido también el injustificado internamiento del médico michoacano en un centro carcelario de Sonora. Por principio de cuentas, el gobierno federal, al reconocer a las autodefensas de Tierra Caliente y dialogar con ellas, creó de facto un estado de excepción, pues dejó de observar la Ley Federal de Armas y Explosivos, en la medida en que sus interlocutores la infringían de manera regular.
Pero antes de eso, la autoridad federal y la estatal habían violentado por omisión el marco legal al permitir que en extensas zonas de Michoacán y de otras entidades del país sentaran sus reales grupos diversos de la delincuencia organizada, y al abandonar a su suerte a las poblaciones locales, las cuales se encontraron sometidas a un reinado de terror, homicidios, secuestros, violaciones, robos y extorsiones sistemáticas. En el caso michoacano, ante la ausencia de gobierno de cualquier clase, los habitantes de Tierra Caliente no tuvieron más remedio que armarse para hacer frente a los criminales y expulsarlos de sus comunidades. No fue sino cuando ese esfuerzo colectivo empezó a progresar y a rendir frutos que el gobierno federal pareció interesarse en el drama regional y envió a la entidad a Alfredo Castillo, convertido en una suerte de autoridad suprema en el estado mediante decreto presidencial.
En vez de confrontar a los grupos delictivos, el funcionario se ha dedicado desde entonces a desarticular a las autodefensas mediante la cooptación de algunos líderes, la siembra de intrigas entre ellos, la detención de varios y el reclutamiento de miles en un cuerpo de policía rural en el que se disolvió el empuje y la relevancia política que empezaban a mostrar las autodefensas originales. Este es el marco de la dudosa y desaseada detención de Mireles, ocurrida en la localidad de La Mira, y de su reclusión en el Centro Federal de Readaptación Social, ubicado a las afueras de Hermosillo, Sonora. El dato geográfico mismo habla de un encarnizamiento de la autoridad –patente en diversas expresiones del comisionado Castillo– y esboza propósitos de venganza y escarmiento que debieran ser ajenos al quehacer gubernamental.
Los hechos son que Mireles está preso por un delito formal que, si se persiguiera en forma equitativa y regular, llenaría las cárceles del país; que los grupos delictivos a los que el médico combatía no han sido desmantelados; que en lo que va del actual sexenio las expresiones más lacerantes de la criminalidad organizada –el homicidio y la desaparición forzada–, lejos de disminuir con respecto al calderonato –de por sí cruento y violento–, se han incrementado, lo que indica la persistente ausencia del Estado en materia de seguridad pública, y que la ciudadanía, en consecuencia, se encuentra más expuesta y amenazada que durante la administración pasada. En tales circunstancias, los procesos legales en contra Mireles y del resto de los autodefensas michoacanos presos no pueden verse sino como una simulación de justicia y una aberración.