l suceso que Clarisa Landázuri registró en su más reciente columna en La Voz Brava me inquietó lo suficiente para que me anime a transcribirlo aun sin la autorización de la autora.
“Leía temprano en un rincón del café cuando vi entrar a una mujer mayor sin cejas y con la cabeza rapada apenas escondida con una boina. Antes de acercarse al mostrador y hacer su pedido, sin la menor ostentación, casi pidiendo permiso al sentido común, apartó debajo de la ventana con un periódico una mesa para dos, pequeña, baja, redonda, la única con sillones en vez de sillas alrededor. Minutos después, al regresar a la mesa apartada, se encontró con que un adolescente de pantalón corto y piernas blancas, escuálidas y lampiñas, ocupaba cabizbajo uno de los sillones, las manos entrelazadas sobre las rodillas. Atenta a balancear el plato, con una pieza de pan, un café en un tarro y una servilleta, se agachó cuidadosamente y, con una amabilidad confundible con la dulzura materna, le señaló el periódico que ella había puesto ahí encima y le dio a entender que la mesa tenía un ocupante previo que no era él, sino ella. El joven había alzado la cabeza apenas percibió a su lado a la señora de pie y, sin decir palabra, con una expresión visiblemente angustiada en la frente fruncida y los labios temblorosos, se levantó y se dirigió hacia un hombre que esperaba turno en la cola para pedir alguna selección de desayuno para su hijo y para él. Sin embargo, en el momento en que la mujer de boina empujaba el periódico y en su lugar colocaba el plato sobre la mesa y se disponía a sentarse en uno de los dos sillones, el hombre que hacía cola ante el mostrador la llamó en voz alta, con un apelativo que, en el contexto o por el tono, resultó hostil y vulgar. ‘¡Oiga!’, llamó él. Ella, que sólo podía ser la señora sin cejas y de cabeza rapada, detuvo la acción de sentarse y, con manifiesta dificultad, giró el torso y miró hacia quien había alzado la voz para llamar su atención. Parece que consideró que era más fácil dar algunos pasos y acercarse a él directamente que, sin apenas volver la cabeza, preguntarle desafiante y a gritos si se refería a ella y, en tal caso, qué se le podía ofrecer. Más fácil, digo; ciertamente más educado, más afín a ella misma, a la situación y a las circunstancias. No oí lo que ella le habrá preguntado una vez que lo tuvo enfrente, pero sí que él le afirmó, inflando el pecho, como si su estatura, más alta que la de ella, o su género, el opuesto al de ella, lo autorizaran, ‘¡Aquí no hay mesas apartadas!’ y, como si de inmediato hubiera dudado de su afirmación, o sólo para apoyarla con un dato aún más irrebatible agregó, tal vez con la intención inconsciente de culpabilizar a la dama que confiaba solamente en su propia presencia para hacerse, si no entender, al menos respetar, ‘Y mi hijo es minusválido’. Ante esto, casi inaudiblemente, casi excusándose, ella dijo algo así como ‘No es por nada, pero yo también’, al tiempo que daba la espalda al papá, supuesto protector del hijo, y tras unos cuantos pasos alcanzaba de nuevo la mesa en debate, levantaba el plato y el periódico y salía a la terraza a buscar otra mesa, una que tuviera sombrilla que la protegiera lo mejor posible del sol pues, se sabe, para personas en la indiscutible condición de esta señora, el sol es más dañino que para los demás. Lejos del alcance del oído de la enferma vencida, el hombre, como señalado con el dedo del sentido común, en voz alta pero sin fuerza, rectificó, ‘Tómela usted’, pero ella había cruzado el umbral de la puerta del café y había encontrado una mesa libre de pleito en la terraza, y ocupaba una silla a espaldas del vidrio a través del cual él quería hacerse escuchar por ella, digna o débil o como quiera vérsele. Por su parte, ella, impasible, tomaba café a sorbos mínimos y, en pedazos también minúsculos, para desayunar comía la pieza de pan. No sé qué habrá pensado ella una vez del otro lado de la escena de los hechos, pero la reflexión que a mí se me fue formando y que habría deseado exponer a un jurado hipotético, consistía en comparar la acción de apartar una mesa con un periódico con la de apartarla con un niño enfermo, y sólo entonces decidir, si fuera necesario juzgar, cuál de los dos apartadores de mesas había violado qué regla que permite o prohíbe apartar una mesa, para condenarlo y castigarlo.”