Sábado 30 de agosto de 2014, p. 4
Arde la calle, publicado por Suma de Letras, es el libro más reciente de Fabrizio Mejía Madrid. Se trata de una crónica novelada
de un pasado ocurrido apenas hace 30 años: la década de los 80. Mediante varias historias entretejidas, el autor evoca esos años: la música, la moda, el cine, los conciertos, los bares, las plazas comerciales. De igual manera narra cómo cambiaron las relaciones sexuales y las comunicaciones, y reconstruye algunos conflictos sociales; refleja la velocidad cultural que se vivió y con la que hoy se convive de manera cotidiana. Con autorización de la editorial ofrecemos a los lectores de La Jornada, un fragmento de esa obra
El swatch
Hay una forma de
parar el tiempo
desordenando la
evolución
y en la Prehistoria encontrar
esos ojos que no puedo olvidar.
No me da miedo lo que tú me
digas,
ni esas historias del más allá,
sólo me asusta escuchar
los relojes en la oscuridad
no cambiaría jamás
este universo informal
donde crecen las semillas de
lo absurdo y lo genial,
donde el hierro se retuerce y
se convierte en lo esencial.
Mundo que fue, por no dejar
de ser, será,
mi habitación de hotel con
ventanas al mar.
Oigo tu voz pedir lo que
nunca existirá
a fuerza de recordar lo que no
llegó a pasar.
He aprendido a ser una pieza
más
un eslabón en la oscuridad.
El entrevistador llega puntual, quizás unos momentos más tarde, según su minutero y pregunta nada más sentarse en la sala de ella:
–¿Cómo fue la historia del reloj?
–Me lo había regalado mi primer novio formal, el Peque
–dice ella–. Yo había tenido puros relojes de Mickey Mouse y de Hello Kitty y éste parecía un poco lo mismo pero más serio. Luego supe que era un cuadro de... Éste que usa puros cuadros y rayas.
–Mondrian. Piet Mondrian.
–Ése. Estaba hecho en Suiza y el dibujo se salía de la carátula y seguía hacia la correa. Era algo que muy poca gente tenía. Al principio se lo oculté a mis papás porque no sabía cómo decirles que ya tenía novio y que ese reloj era un poco la razón y la cómo lo diría, la evidencia. ¿De dónde había sacado yo ese reloj? Pues tendría que explicarlo, ¿no? Me lo regalaron. ¿Y por qué? ¿A cambio de qué? Así que se quedaba en la mochila en mi casa y me lo ponía al llegar a la escuela. Tardé días en acostumbrarme: no podía dejar de mirarlo y checaba la hora cada tres minutos. Mis amigas le llamaron el mal de tic-inson
. Yo me defendía: Nunca es la misma hora, por eso hay que checarla siempre
. ¿Sabes? Esa como angustia revuelta con el placer de traer un reloj que era, a su vez, una pintura.
–Se volvieron a usar los relojes después de que la moda en los sesenta era no traerlos para demostrar que a ti no te importaba el tiempo 1:34.
1:35 Aquí el entrevistador quería hacer una disertación sobre la angustia del tiempo, pero no pudo. Se iba a referir a que eran los años de la película Blade Runner de Ridley Scott en la que el futuro era de los vendedores de comida chinos y los robots. De Back to the Future de Bob Zemeckis que plantea un regreso a un mundo antes de Vietnam y Watergate, a la supuesta ilusión de la posguerra, cuando los padres se enamoraron. Una especie de amnesia en el que se pasaba del final de la guerra a la nueva era de Ronald Reagan. Pero también quería hablar del miedo a que la atracción llevara a algo fatal, como en aquella película de igual nombre en la que Glenn Close acosa a Michael Douglas y hasta le hierve el conejo de su hijo. 0.37.2 grados, Betty Blue en la que ella se acaba sacando un ojo con una cuchara. El entrevistador quería tomar como pretexto el reloj de Verónica pero ella sólo pudo responder lo que a continuación leerán. El entrevistador ya no se pudo lucir y comenzó a pensar que su entrevista era demasiado boba para él.
–De eso no sé nada.
–Bien. ¿A qué te refieres con novio formal
?
–A que no me importaba. Es difícil explicar al primer novio. Es algo que sucede y no te planteas si lo quieres o si estás enamorada o si lo dejas que te bese y te toque. Sólo ocurre. Además creo que para el Peque
yo era alguien a quien podía presumirle su dinero, su chofer, sus regalos. Él se contentaba con un beso de vez en cuando, un faje en su recámara, agarrarnos de la mano en público. Sólo una vez terminé sin ropa en su cuarto y lo único que le importaba era que no me quitara el reloj. Déjatelo
, dijo, y me pidió que le bailara.
–Como en 9 y media semanas con Mickey Rourke y Kim Basinger 1:39.
1:40 Aquí el entrevistador quiere volver a hablar de cine y salta sobre la oportunidad pero tampoco obtiene una respuesta convincente. Quiere hablar de la película como anuncio publicitario y, por supuesto, del uso del hielo, los pepinos y la leche en un refrigerador como cómplices sexuales. Del reloj que el protagonista le regala para controlar sus ansias incluso cuando él no está. Él cree que esa película (el romance de una corredora de arte y un bolsero que conoce mafiosos) es un resumen de la época, pero se llevará una sorpresa con lo que Verónica está a punto de contarle.
–No, ¿cómo crees?
–¿Traías sombrero? Por You can leave your hat on
.
–No, ésos se pusieron de moda después: la gente empezó a sacar la ropa vieja de sus abuelos y se la ponían: gabardinas, corbatas sin anudar, sombreros. Todo mundo decía que quería regresar a los años treinta, a la entreguerra, pero yo nunca supe qué quería decir eso.
1:41. El entrevistador quiere disertar...
–Pero te cuento la historia del reloj. Nosotras no nos vestíamos con la ropa de las abuelas sino que íbamos a las tiendas. Queríamos guantes negros, arracadas de plástico, esos vestidos hampones que eran minifaldas para usar arriba de mallas. Hubo una época en que íbamos a comprar gummies
, que eran unas pulseras de hule de colores, hasta que un señor nos dijo que eran empaques de licuadoras. No queríamos ser licuadoras, aunque ahora que lo recuerdo, sí parecíamos algo salido de una película de ciencia ficción con cohetes que parecen electrodomésticos. Alborotadas del pelo como actrices del teatro Kabuki. Con hombreras como de uniforme de La Guerra de las Galaxias. 1:44
1:45. El entrevistador hace un gesto con la mano para detener a su entrevistada. Quiere decirle que los años ochenta eran años en que el tiempo era más una idea de regreso. Querían, los años, ser una película del expresionismo alemán pero en vivo. Lo robótico, lo geométrico, el futuro ya como un recuerdo de Metrópolis de Fritz Lang. Un futurismo de hombreras y cinturones de uniforme militar, como esperando una guerra que ya había ocurrido. Quizá Reagan era el único que realmente lo entendería. Su entrevistadora no. Ni siquiera lo dejó interrumpirla.