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Ver día anteriorJueves 21 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Esta soberanía
E

n ocasiones solemnes, los presidentes priístas de la primera época solían dirigirse al Congreso llamándolo esta soberanía

Esa soberanía era, y sigue siendo, un órgano subordinado al titular del Poder Ejecutivo. Entonces la mayoría impermeable de sus integrantes lo mismo le aplaudía a este funcionario por el asesinato de cientos de personas inocentes, la supresión o la ganga de la concesión bancaria a los particulares, o bien la contrarreforma agraria; así ahora le aplaude el despojo a la nación de bienes cuya conquista supuso la revolución que más víctimas humanas haya causado en la historia del continente americano.

La primera y última vez que al Congreso se le llamó supremo fue en la bicentenaria Constitución de Apatzingán de 1814. Más tarde, también durante el siglo XIX, Ponciano Arriaga y alguna otra voz o rúbrica, lo llamaría Soberano Congreso. Ya para la Constitución de 1824 –hace 190 años–, el título de supremo le fue atribuido al Poder Ejecutivo. Desde entonces y hasta nuestros días, el Poder Ejecutivo ostenta ese adjetivo en la Constitución, pero sobre todo en la política real. Esa errónea supremacía jamás le ha sido disputada por el Poder Legislativo.

A iniciativa de La Jornada y la Casa Lamm, en estos días tuvo lugar aquí un panel sobre la obra de Arnaldo Córdova, teórico brillante y parlamentario aguerrido. Arnaldo era claro cuando afirmaba: El primer legislador de México es el titular del Poder Ejecutivo. Ello es un contrasentido, sea desde el punto de vista de nuestra división de poderes, sea desde el punto de vista del orden democrático al que nuestro pueblo aspira. El primer legislador, inclusive sobre el Senado, debería serlo la Cámara de Diputados, puesto que está integrada por representantes del pueblo.

El 11 de agosto el Congreso de la Unión dio legalidad a la entrega del Ejecutivo de los recursos naturales estratégicos de la nación a intereses privados. En el nefasto episodio –la mayoría de este órgano dominado por el PRI, en alianza con el PAN– se llegó a la ignominia de que nuestros legisladores fueran premiados por el Poder Ejecutivo –con olor a soborno–, echando mano de su monedero ajeno a cualquier control institucional. La excepción fueron algunos diputados, como lo puso de manifiesto con su denuncia Ricardo Monreal, coordinador de la bancada del partido Movimiento Ciudadano.

Ello es así porque la parte de la clase política en el poder se mantiene absorta en la riqueza y la aspiración a disfrutar de ella. Pareciera que ha transcurrido no un siglo, sino una semana, desde que Francisco I. Madero viera en la riqueza el elemento antirrevolucionario por excelencia, y en el mal ejemplo de “nuestros hombres públicos que sólo procuran enriquecerse a toda costa, para lo cual no vacilan en adular, corromper y hasta cometer crímenes, los cuales casi siempre quedan impunes (…)”, a los enemigos de la igualdad, uno de los dos pilares de la democracia: el otro es la libertad.

Hagamos un ejercicio de suposiciones. Supongamos que el presidente Enrique Peña Nieto, su gobierno, el de Estados Unidos, los partidos que apoyaron la reforma y los empresarios nacionales y extranjeros que lo adulaban, y más lo adulan ahora, todos ellos piensan, honestamente, que tal vuelco histórico será para beneficio de los mexicanos, que esperan mantener su soberanía y alcanzar un nivel de vida decoroso.

Supongamos, igualmente, que en el supremo Poder Ejecutivo y en el Poder Legislativo están convencidos, sobre todo los priístas y panistas, que las grandes petroleras trasnacionales, cuyo poder es mayor al del Estado mexicano, no se comportarán como estados dentro de territorio nacional y declinarán, por tanto, la posibilidad política de convertirnos en lo que fuimos con la dictadura de Díaz.

Contrastemos ahora esas suposiciones con ciertas realidades. Un ejemplo entre muchos: el grupo periodístico Reforma hizo una investigación tomando como muestra 30 expendios de gasolina en cada una de tres ciudades (el Distrito Federal, Guadalajara y Monterrey) para dar cuenta de la calidad de su servicio. Los notarios públicos que acompañaron a los periodistas pudieron constatar que la mayoría –en Monterrey todas– mostró dar menos cantidad por litro vendido. Con cualquier por ciento de error en el cálculo, eso quiere decir que casi sin excepción las gasolineras del país roban a sus clientes. La respuesta de la Procuraduría Federal del Consumidor, delegación Nuevo León, no dejó lugar a dudas del nivel de su función pública: omitió cualquier averiguación y aconsejó a los consumidores del combustible que vigilaran la rayita de su medidor para evitar atracos.

¿Los gobernantes son elegidos para asumir que todo está o estará bajo control, aun en evidentes condiciones de que pueda no estarlo, o bien para que piensen mal frente a los riesgos y sepan acertar en sus decisiones? Los contrarreformadores nada han hecho como para confiarles la mínima responsabilidad. Pero pretenden dar la impresión de que será un nuevo gobierno el que habrá de operar la reforma energética.

La mayoría de los ciudadanos –incluidos priístas y panistas– no sólo no está convencida de beneficio alguno derivado de las reformas estructurales, ni de que las voces oficiales sobre nuestro porvenir contengan una micra de veracidad. Y ya lo manifiestan, aunque los autores de esas reformas vean cualquier crítica a su proceder como daños colaterales o costos políticos a los que el tiempo y los dólares esperados por la entrega de nuestras fuentes energéticas se encargarán de evaporar.