as voces que interpretan el pensar y sentir de las empresas de gran tamaño y sus macroaspiraciones; las celebradas y continuas opiniones de los enterados; los consejos y premoniciones de asesores bien cebados junto con académicos de lustrosas casas de estudio; los inolvidables críticos orgánicos explayándose ampliamente en sus cotidianos espacios de medios. Todo este conjunto, en tropel apresurado y al unísono, ha acampado en la palestra pública. El motivo es un asunto crucial, rasposo, divisorio, revulsivo, nervioso: el salario mínimo y su factible incremento. Tema controvertido sin duda, tabú, sensible, redituable en (anti)simpatías y votos, pero causales de comezón en los altos círculos decisorios. Los alegatos vertidos por toda esa pléyade de responsables adolecen, sin embrago, de varias limitantes reales, envidias y francas cojeras conceptuales. Son repetitivos pero resonantes, aunque de una mediocridad rayana en la tontería: el incremento salarial, ponderan todos en armónico conjunto, depende de la productividad, no de un decreto. Y sostienen su frágil postura sin un mínimo dejo de púdica vergüenza.
Los múltiples bonos de la alta gerencia como práctica normal compensatoria; los emolumentos millonarios de las direcciones generales, justificadas por habilidades discutibles y la competencia del rival; los abultados premios a conspicuos miembros de los consejos de administración; los disparados precios de servicios y bienes, las generosas pensiones asignadas a banqueros públicos; las oscuras y sabrosas asignaciones especiales de los legisladores; los inflados salarios de la alta burocracia, de jueces, gobernantes y magistraturas; los premios por desempeño
de los secretarios del presidente; los retiros (incluyendo asistentes, viáticos y seguridad) de presidentes y sus viudas; ¿a qué medida o proporción de la productividad responden? Sin duda, todo ese intrincado caudal de apañes se basa en simples normas, decretos y costumbres arraigadas de claro signo autoritario. Patrimonial conducta que tanto abunda por estos lares. Deformaciones que conducen y consolidan la desigualdad imperante, pero que, no sin irónica posición, reciben poca, muy poca atención y menos aún son asuntos nodales de la crítica o reforma ad hoc.
Hay, señores de las palabras graves, pausadas –resonantes por los micrófonos a su disposición–, que guardar cierto pudor y fijarse en los datos duros que se encuentran disponibles. Setenta por ciento de los ingresos totales del año en este país se los agencia, de manera consistente y creciente, el capital. El remanente, apenas 30 por ciento, se queda en el bolsillo del factor trabajo. Por tanto, cualquier incremento en las apropiaciones del capital irá, impregnado por tal desproporción ya instalada, hasta la cabalgante desigualdad actual. Y ella, de manera por demás directa, provocará la documentada fuga de recursos hacia la especulación improductiva. Incrementar de sopetón el salario mínimo, aun en significativas cantidades (30 por ciento o más incluso) y después acordar su prevalente aumento respecto de la inflación, es un asunto que incide, es cierto, aunque poco, en la temida inflación y mucho en generación de riqueza posterior. Aunque el PIB se afectará sólo de manera marginal (uno o dos puntos a lo sumo) en el plazo medio, la proporcionalidad deberá continuar en el largo tiempo. Un balance, digamos de 50 por ciento para cada factor, aseguraría un desarrollo con cierta justicia. Como se ha documentado al paso de los 30 años recientes, el ritmo de acumulación de la riqueza generada implica en México una colección desmedida de premios al capital. Para los trabajadores, en cambio, al anclar los salarios, se merma la demanda agregada y el ritmo de crecimiento se estanca. Continuar con tal estado de cosas, lejos de inducir, aunque sea un reparto precario entre los agentes productivos, lo que se ha conseguido son fuertes e inmerecidos castigos salariales en la base de la pirámide. Las contracciones o rebajas al poder adquisitivo del salario llegan, cuando menos, a 70 por ciento en las dos décadas recientes.
Bien se sabe que año con año, desde los tiempos remotos con registros confiables (siglo XIX), el retorno del capital le ha ganado la partida al crecimiento de la economía en general. Es decir, éste se apropia, sin importar la productividad, de la riqueza generada. La ya famosa fórmula de T. Piketty lo muestra con claras evidencias estadísticas históricas. Con inusitada frecuencia la prensa resalta datos relativos a las utilidades de la reluciente banca nacional. Una industria que, por cierto, con justa crítica, pocos beneficios aporta al desarrollo de México. Sus celebradas utilidades, en cambio, se cuentan por decenas, cientos de miles de millones de pesos. Muchos de esos millones, también, han sido repatriados a sus centrales externas a pesar de las suaves, harto fingidas objeciones, de los banqueros centrales. Bien se sabe que dichas instituciones, inmediatamente después de su privatización, recuperaron el poco capital invertido. ¿Cuál ha sido la productividad lograda por los bancos y los banqueros que les permite tan gruesos rendimientos a sus operaciones? ¿Qué tanto han aportado al desarrollo del país? Preguntas similares pueden formularse para las empresas gigantes que, con grandes fanfarrias y folletos de impecable formato publicitario, cotizan en la Bolsa de Valores local y que representan hasta 40 por ciento del PIB. Todas ellas celebra año con año, cada semestre o, incluso cada mes, utilidades varias veces mayores que el crecimiento de la economía, de su sector en particular o de la dichosa productividad interna de cada empresa. En cambio, sus trabajadores quedan relegados en sus salarios a tiempos que, con regularidad pasmosa, jamás llegan a concretarse. Sin embargo, el tema salarial –y de los mínimos en particular– ha sido ya colocado en la agenda pública. La disputa es ahora por el liderazgo o la originalidad del planteamiento. La inminencia electoral lo empuja. Partidos, gobernantes, la opinocracia y pléyade de acompañamiento discutirán en dilatado proceso que, ojalá termine, para bien, con los ingresos miserables de la mayoría de los trabajadores mexicanos.