i no fuera por ese giro de distorsión que Clarisa Landázuri impone a cuanta observación hace de la, según ella, vida real, yo preferiría citar verbatim su columna en La Voz Brava que esforzarme en batallar para atenuar sus, según ella, clarividencias de la realidad con el fin de hacerlas comprensivas o al menos debatibles o un tanto a ciegas aceptables a los demás sin las bofetadas de sarcasmo que les imprime y con que ella las transmite.
En el número más reciente de su foja, cuenta cómo al bajar en estos días a la ciudad, específicamente para cumplir con un compromiso notarial, había recorrido entera y durante más de un par de horas la carretera detrás de un camión de reparto no muy grande y sin identificación alguna. Tampoco tenía vidrios como para entrever qué mercancía transportaba, se sobreentiende que salvo en las puertas del asiento delantero y, por supuesto, el del parabrisas, lo que sin embargo ella no confirmaría pues nunca rebasó a su involuntario guía. El automotor estaba pintado de blanco excepto por un letrero con letras negras grandes al centro sobre la portezuela izquierda de atrás que ella tuvo tiempo de leer y volver a leer hasta primeramente entender qué era lo que había querido decir el autor o quien lo hubiera rotulado y, antes de interpretar el mensaje, saber cuáles eran y corregir las pequeñas faltas de ortografía que en una primera instancia a ella le impidieron captar el mensaje como intuitivamente suponía que merecía serlo.
La razón por la que Clarisa optó por no despegarse del vehículo que digo fue doble. Además de querer descifrar la inscripción que lucía en la parte posterior del mismo, quería aprovechar seguirlo, pues llovía con fuerza y el furgón le abría el camino y la protegía, o ella esperaba que así fuera. El carro era más potente que el auto de ella, pequeño y popular, el menos costoso que encontró en el mercado, sin ningún accesorio sofisticado ni de lujo, pero con luces frontales lo suficientemente capaces de atravesar la neblina y permitirle ver bien el refrán inscrito en la camioneta delante de su vista. Si el conductor al frente suyo no detectaba un bache y entonces brincaba y se hundía un poco más en determinado tramo de la carretera, en sí ya alarmantemente inundada, la forzaba a ella a procurar evitar dicho agujero en el pavimento; si el otro aumentaba la velocidad, ella pisaba el acelerador y la aumentaba; si él frenaba y la disminuía, Clarisa de inmediato soltaba el acelerador y disminuía la suya, a pesar de que algo dentro de ella, sin su consentimiento, la tentaba a no frenar. Pero de hecho y por fortuna, su insospechado precursor recorrió el camino a un ritmo más bajo incluso que el recomendado, lo que en todo caso facilitó a Clarisa anotar en el cuaderno amplio siempre a su alcance, y gracias a cierta práctica casi sin necesidad de ver lo que escribía en él, y sin que las líneas que escribiera se encimaran unas en otras, en circunstancias como por la que en esos momentos pasaba, el contenido del letrero que la intrigaba y la atraía, incluyendo sus errores.
Al corregirlos pudo deducir el significado de la frase, que la sorprendió y la conmovió. Recordó cómo en su juventud quiso ganarse la vida mediante la corrección de estilo de anuncios de cualquier índole, o las comunicaciones reconocidamente grandilocuentes e incomprensibles con que más altos y más bajos funcionarios, financieros, profesionistas, empleados, trabajadores, estudiantes, amas de casa, técnicos, industriales, escritores (!), científicos, humanistas, clérigos, artistas, politólogos, comunicadores, etcétera, pretenden hacerse entender. (Otra cosa es cuando un escritor literario deliberadamente dificulta un escrito para desafiar al posible lector, o jugar con él, para que se esfuerce en comprender lo que lee. O cuando quiere caracterizar a un personaje mediante su fallida forma de expresión, que lo lleva a no hacerse comprender, o a hacerse comprender mal, decir lo que no quería decir, oralmente o por escrito.)
Pero no demoro más la fiel transcripción del por suerte breve documento. Se trataba de un terceto que decía: Voy con Dios / sínó (sic) regreso / estoy con El (sic)
. En el transcurso del viaje hacia la ciudad, Clarisa lo corrigió cual sigue: Voy con Dios; / si no regreso, / estoy con Él
, que comentó con la exclamación ¡Quién creyera, quién confiara!