Opinión
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Mar de Historias

Páginas de un cuaderno

S

í, el año pasado nos sucedió lo mismo porque dejamos la compra de los útiles para la última hora; pero esta vez no fue culpa de nadie: sabes que la lista me la entregaron en la escuela apenas el jueves... Ni modo que adivinara lo que iban a pedirles a los muchachos. Mira, en vez de quejarte, ¡apúrale! ¿Crees que se tardarán mucho?... Sí, ya me imagino la de gente que habrá en la Plaza. Mejor te hubieras ido a Mesones. Ahí hay montonales de papelerías y creo que dan un poco más barato. ¿Cómo?... Se me hace que se te está acabando la batería porque te escucho muy mal. ¿Qué me dijiste?... Oye, tampoco es necesario que compres todo al mismo tiempo. No creo que tus hijos vayan a escribir en cinco cuadernos el primer día de clases. Además pueden usar los del año pasado que no se terminaron... Ay, no sé cuántos estarán buenos. Déjame revisarlos. Me hablas otra vez y te digo... ¿Tan rápido? No, dame unos veinte minutitos. ¿Cómo que para qué? Ay, Carlos ¡qué pregunta!

Sonia interrumpe la comunicación y se dirige al cuarto de sus hijos, Kevin y Tatiana. Le parece que nacieron ayer y sin embargo ya tienen ocho y nueve años. Pronto será necesario hacer cambios en el departamento, o de plano mudarse a otro más amplio, para que cada uno disponga de su espacio. Así se pelearán menos y no tendrán tanto desorden como el que ve al entrar en la habitación de los niños. Si por lo menos doblara su ropa, murmura. Contrariada se pone a recoger las prendas que hacen intransitable el mínimo espacio libre entre las camas gemelas, el armario, las dos sillas y el escritorio que les construyó su abuelo Higinio con madera reciclada.

Ese mueble la conmueve porque le recuerda a su papá. Abre un cajón. Ver los cuadernos que sus hijos guardaron allí la remiten a sus primeros días de escuela. Aquella experiencia es otra de las muchas que jamás se repetirán en su vida. Tampoco volverá a sentir la excitación de recorrer con su madre las papelerías del centro donde compraban cuadernos, forros, lápices, la caja de colores y el estuche de geometría que era todo un misterio. ¿Cuántos centímetros tiene un metro? Hay tres clases de triángulos. Dime sus nombres.

Como si estuviera en el aula Sonia contesta: Isósceles, Escaleno y... No recuerda el otro, pero sí el enojo de miss Graciela ante su ignorancia: No veas el techo: allí no vas a encontrar la respuesta. Estudia porque si mañana tampoco lo sabes te pongo cruz. De cara a la amenaza, a Sonia le importaba menos saber el nombre faltante que cuántas cruces eran necesarias para verse expulsada de la clase.

II

“Huy, miss Graciela…”, repite Sonia acodada en el escritorio que comparten sus hijos y por momentos transforman en campos de batalla. Parece que oye sus eternas lamentaciones: Mamá: Kevin no me deja escribir. Tatiana no me quiere devolver mi sacapuntas.

Sonia recuerda el primero que tuvo. Era transparente, amarillo (como los enjambres de miel que compraba en la tienda de el viudo), con una navaja pequeña y un tornillito. Le gustaba introducir el lápiz en el sacapuntas y ver cómo, al girarlo, iban saliendo escamas de madera rizada. Despedían un olor inconfundible, sutil, incapaz de sobreponerse a los olores de la calle que entraban por los vidrios rotos de las ventanas.

El pupitre de Sonia estaba junto a la más amplia: un auténtico mirador a través del cual podía ver, al mínimo descuido de miss Graciela, a los transeúntes, los vendedores, las mujeres conversando en la entrada de la miscelánea Mi Aurora, la familia de indígenas mendigando, la fila de ciegos encabezada por un hombre extremadamente alto y único portador de bastón. Los demás iban detrás, con las manos puestas sobre los hombros del compañero que lo precedía.

A Sonia aquel grupo la intrigaba. En el intento por comprender sus dificultades cerraba lo ojos para vivir durante unos segundos la oscuridad a que los ciegos estaban condenados tal vez para siempre. Una mañana la sacó de su experimento apropiatorio el grito de miss Graciela: Niña: ¡te estás durmiendo! Si tenías tanto sueño te hubieras quedado en tu casa en vez de venir nada más a calentar el asiento.

La reconvención de miss Graciela provocó risas y luego, durante el recreo, imitaciones de la voz aguda y destemplada de la profesora a quienes apodaban La Bailarina por su costumbre de caminar balanceándose mientras hacía hasta lo imposible por interesarlos en un pasaje de historia, los secretos de algunos insectos o las condiciones de vida en la selva húmeda. Para cada tema exigía que sus alumnos consultaran tal o cual página en los libros que a fin de año se veían deshojados, con manchas de tinta, anotaciones incomprensibles y torpes caricaturas en los márgenes.

Sonia lamenta ignorar en dónde quedaron sus útiles de sexto año y la bolsa de cotí bicolor que le confeccionó su madre para ahorrarse el dinero de la mochila. A ella le hubiera gustado tener una como la que llevaban las gemelas Ponce: Luisa y América. Sonia experimentaba hacia ellas una mezcla de envidia y antipatía. Los sentimientos se fundieron en uno de terror a partir de la única vez que las gemelas la invitaron a su casa en Popotla. Era una ruina inmensa. De lo que en tiempos remotos había sido el jardín quedaba una palmera. Rebasaba con mucho la altura de los cuartos ordenados como los vagones de un tren.

En su papel de buenas anfitrionas, las gemelas le hicieron un recorrido por la casa hasta llegar a la última habitación. Estaba a oscuras. América descorrió las cortinas. Luisa encendió la luz. Entonces Sonia pudo ver los anaqueles que cubrían las paredes y soportaban cabezas de cera, frascos de pintura, botes de pegamento, rollos de papel y de algodón, telas.

En el centro, el mayor espacio lo ocupaban dos restiradores. En uno había cajitas llenas de ojos de vidrio ordenados por colores, hileras de dientes, pinzas; en el otro, madejas de cabello natural, ganchos, lupas. Según le explicaron las gemelas, con esos materiales sus padres vestían y decoraban las cabezas de los héroes o los personajes célebres que después se exhibirían, de cuerpo entero, en el museo.

Sonia se avergüenza de reconocer que después de aquella experiencia, sin palabras de por medio, empezó a rehuir a las gemelas Ponce. En cuanto las veía recordaba las cabezas de cera con las cuencas vacías, las llenas de ojos y dientes, las pinzas, las tijeras, los ganchos, las madejas de pelo natural: todo lo que le había causado asombro y miedo.

Con gusto les explicará el motivo de su distanciamiento si alguna vez vuelve a verlas, cosa muy improbable. Desde que terminaron la primaria no sabe nada de ellas. Tal vez hayan aprendido el oficio de sus padres y en estos momentos, mientras las recuerda, Luisa y América se encuentren en el taller. Ignora los efectos del tiempo sobre sus fisonomías. No tiene más alternativa que imaginarlas como cuando eran niñas.

III

Por alguna razón que Sonia no comprende, sus deducciones la alteran. Para borrarlas toma una libreta con el nombre de Tatiana y la hojea. El rumor del papel despierta su deseo de lo imposible: regresar a aquel salón de clases con ventanas por donde veía a los transeúntes, los vendedores, las mujeres conversando a la entrada de la miscelánea Mi Aurora, los ciegos caminando en fila. También le gustaría reencontrarse con miss Graciela y con las gemelas Ponce, aunque siguieran siendo distantes, quietas, silenciosas como estatuas de cera.